dissabte, 19 de març del 2011

DIARIO DE UN HOMBRE MALTRATADO

Algunas veces, pocas, ha venido a mis cenas y yo he ido a las suyas; éso era casi al principio, cuando empezamos a ejercer como residentes en el hospital. Trabajamos a distancia el uno del otro; yo, en el ala norte y ella en el ala sur: nos vemos si nos apetece, puesto que el hospital es enorme: tiene ocho plantas por ala, más el pabellón de urgencias: por hablar sólo del bloque donde nosotros nos hallamos. No obstante, todos nos conocemos; al menos, los doctores más antiguos. Muchos son amigos y con ellos quedamos a menudo.
Lógicamente y aunque no con frecuencia, he aparecido por la planta de psiquiatría para dar con ella cuando debía comentarle algo personal y no respondía al teléfono y viceversa. Y en nuestros fugaces momentos de felicidad, también nos hemos encontrado para ir a almorzar o a comer. Todo ésto ha quedado atrás: ahora, cada uno ejecuta en su departamento y apenas sabemos nada de nuestras tareas desde las ocho de la mañana, hora en la que llegamos juntos, hasta las once de la noche que nos vemos en casa. El único punto de unión entre ambos es nuestra hija.
La cuestión es que a ella no le son desconocidos mis colegas ni a mí los suyos.
La última vez que nos presentamos unidos a un acontecimiento de trabajo fue para celebrar una cena de despedida que preparamos a unas muchachas venezolanas que habían finalizado sus prácticas en el Agora y debían volver a su país después de un año, para tristeza de todos. Insistí a Laura que viniera porque las conocía y le habían caído bien, supongo que como a todo el mundo; eran dos chicas jovencitas y bastante divertidas. Ella accedió con facilidad; llevábamos una buena temporada; se la veía un poco aliviada de sus conflictos internos: por aquel entonces, trataba casos poco severos e imagino que eso también influía en su conducta exterior.
Como ya he dicho anteriormente, Laura es una mujer que cautiva por su delicadeza, su inteligencia y sus maneras; mantiene conversaciones despejadas y abiertas, igual que encauza temas de actualidad y, por descontado, mantiene el hilo y está al día de todo cuanto sucede por las plantas del hospital. Yo, voy más perdido; me centro en mis cosas y a menudo, si no me ponen al corriente de algunos de los sucesos o cotilleos más relevantes, no me acostumbro a enterar de nada; para éso tengo a mis enfermeras que son las que tienen los oídos puestos.
Sé que gusta a los hombres: observo cómo la miran de arriba abajo y, sobretodo los médicos más jóvenes e inexpertos, adoptan una expresión bobalicona en el rostro. Ella se da cuenta porque la conozco y capto rápidamente su coquetería. Pero no es un coqueteo previo a la conquista; Laura no es tan simple; sino aquel del que algunas mujeres que se saben hermosas, son propietarias.
Muchas doctoras también la admiran; básicamente porque acostumbra a llevar ella el diálogo y tiene gran don de gentes. La verdad es que a su lado me siento mal; en primer lugar porque al margen de todo lo que haya entre nosotros, sé que tiene más poder que yo sobre su entorno y sobre mí y porque soy el único que ve, bajo su encanto, al verdadero ogro que se desnuda en la intimidad de nuestra casa.
Aquella noche, Magda se presentó a la velada con su marido: creo que allí lo vi por primera y última vez: se trataba de un hombre alto y corpulento: su rostro anguloso se cubría por una tupida barba negra. Tenía una mirada tristona de menudos ojos negros y profundos. No me cayó mal.
Éramos catorce o quince personas; habíamos reservado mesa para cenar en una marisquería que alguien había destacado como “ la crême de la crême”. Me sentía contento… casi eufórico; charlamos, nos burlamos de la burocracia del hospital y nos quejamos de la mala organización sanitaria que nos salpicaba a los profesionales. Explicamos anécdotas sobre pacientes extraños y escenas inusitadas con las que habíamos topado, reímos muchísimo y, naturalmente, bebimos bastante. No me pasó por alto que Laura y Magda intercambiaban palabras de amabilidad y alguna que otra mirada breve a las que no di mayor importancia; a los hombres nos cuesta reparar en ciertos detalles que, en realidad, bien pueden acarrearnos dolores de cabeza. De hecho, yo también crucé alguna conversación con Enric, el marido de Magda.
Me di cuenta de que algo no marchaba apropiadamente cuando después de la cena, propusieron ir a tomar unas copas y Laura se mostró reacia. Entonces sí que noté un cambio en su cara; estaba seria y mientras los demás la animaban a seguir con la noche por delante, ella rehusaba afablemente aludiendo a que estaba muy cansada. Bien podría haber sido de ese modo pero cuando la miré y me esquivó, entendí que era el momento de poner punto y final y de volver a casa.
Después de las atentas despedidas, fuimos a coger el coche que habíamos dejado en un parking no muy lejos del restaurante. Caminamos el corto trecho en silencio. Realmente no sabía qué decir: miré de cogerla de la mano pero la apartó bruscamente. En aquel instante empecé a encontrarme mareado; más por lo que se me venía encima que por los efectos del alcohol: retumbaba una clara y concisa pregunta en mi cerebro cargado: “¿qué he hecho esta vez?”.

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