dilluns, 16 de maig del 2011

DIARIO DE UN HOMBRE MALTRATADO

No sé cuánto rato debí quedarme de pie, en absoluto desconcierto psíquico. Era todo tan surrealista… Laura había enloquecido por algo que no tenía nada que ver con la realidad. En aquel instante, me prometí pillar al hijo de puta que hubiera corrido la voz de un falso idilio entre Magda y yo y arrancarle las entrañas; aunque se tratara de una mujer, lo más probable; alguna de sus, también enfermeras confidentes. Tras esos minutos que transcurrieron, me dirigí a la cocina como un muerto viviente, cogí la fregona, la escoba y el recogedor y me dediqué a limpiar el estropicio del jarrón. Sonreí imbécilmente; era el segundo que recogía del suelo; el anterior no había volado hacia la pared pasando junto a mi cabeza pero también había sido hecho añicos contra el suelo en otro de sus arranques… no recordaba ni el motivo.
Cuando acabé de ordenar, me senté en el mismo sillón de orejas donde Laura, cogí el vaso caído y me quedé en blanco casi toda la noche. Desde la una de la madrugada hasta las seis y media de la mañana cuando con los ojos secos y una terrible migraña, decidí que debía asearme para dirigirme al hospital. Un día más… un día menos.
Tuve que subir a mi habitación a por ropa limpia. Cuando entré, la encontré de pie junto al espejo con marco de madera de Elliotis que tenemos frente a la cama. Se estaba mirando con detenimiento en él, repasando su cuerpo entero y en cuanto me vio, dio media vuelta y entró en el lavabo. Yo me dirigí al armario empotrado y saqué de él un pantalón de traje, marrón oscuro, una camisa de popelina, de manga larga, marrón claro y mis zapatos de Taillissime. Luego hurgué en el cajón de la ropa interior y cuando hallé la pertinente, desaparecí lo más rápido posible.
Me duché y me afeité en el lavabo de la planta baja… no podía soportar la presencia de Laura a mi lado; no hubiera podido, bajo ningún concepto, aguantarle la mirada más de un segundo.
Normalmente, pese a que cada uno tiene su horario y, por lo tanto, debemos coger los dos coches, acostumbramos a marchar juntos puesto que al fin y al cabo trabajamos en las mismas instalaciones durante parte del día. Aquella mañana, en cambio, ella se fue antes que yo, mientras me tomaba una taza de café en la cocina.
Cuando cogí mi maletín de piel oscura y pasé por delante del recibidor, antes de abrir la puerta me detuve ante el espejo de dos metros dos de alto y esta vez, me observé yo mismo; tenía el semblante de una tonalidad olivácea, la propia de un cutis moreno en la estación de otoño: mis facciones se me antojaron más chupadas de lo habitual y bajo mis ojos, adormilados y agotadísimos, se dibujaban unas enormes ojeras grisáceas que daban a mi rostro un aspecto realmente horrible. Casi al marcharme reparé en una pequeña nota encima del mueble; evidentemente la había dejado Laura antes de irse. Decía, con su pulcra y redondeada letra: “Recuerda que Julia sale a las siete de danza”. Era miércoles, la única tarde a la semana a parte del viernes que, por entonces y de vez en cuando, tenía libre a partir de las seis. Ahora acostumbro a trabajar hasta las nueve de la noche, de lunes a jueves.
Supongo que, lógicamente por mi estado anímico, aquella jornada me resultó mucho más dura que de costumbre; se me presentaron dos casos de ablación ( esta intervención tiene como finalidad el solventar algún tipo de arritmias cardíacas provocadas en ese caso, por fibrilación auricular: se introduce un catéter por la ingle del paciente, en la vena izquierda del corazón y se accede a través de la punción del septo a la misma aurícula izquierda, aplicándose una serie de descargas de energía por radiofrecuencia destinadas a modificar los circuitos eléctricos que provocan las alteraciones ): evidentemente me encanta mi trabajo y más cuando éste se relaciona con mis investigaciones y las de mi equipo, acerca de pequeñas mutaciones en las afecciones cardiacas; más concretamente en el marco de la arritmia que es mi especialidad. También me encontré con un marcapasos y tuve que reanimar a una mujer de sesenta años que estaba a cargo del Dr. Bolós a la espera de un by-pass que justo sufrió un desvanecimiento cuando pasaba por delante de su habitación.
Fue una mañana de acentuadas carreras de la séptima planta, donde yo suelo trabajar, a la tercera, donde tenemos los equipos, cada vez más sofisticados. La ciencia y su tecnología avanzan a pasos agigantados y en la medicina los progresos son asombrosos en la mayoría de los campos.
Cuando entré en el vestuario para cambiarme la ropa de calle por la indumentaria verde del hospital, me encontré con mis compañeros, algunos de los cuales habían venido a la cena la noche anterior y al verme, hicieron bromas sobre mi aspecto:
-Dr. Manlleu ¿dónde estuvo usted anoche? Menuda cara nos trae… Se ve que uno ya no sabe mantener el tipo después de una cena informal… ¿o es que ha trasnochado?... bueno, éso ya no es asunto nuestro… pero que sepa que esas ojeras le delatan…
Todos rieron la gracia y yo tuve que sonreír para no evidenciar la enorme frustración que pesaba sobre mí. Al fin y al cabo, era mejor imaginar que mi mala cara era producto de una larga noche de lujuria y no de jarrones estrellados.
Cuando salieron de la sala, me quedé sentado sobre el banco, junto a la taquilla, con los codos encima de las rodillas. Oculté la cara entre mis manos y lloré amargamente, deseando que no entrara nadie en aquel momento.