diumenge, 13 de març del 2011

DIARIO DE UN HOMBRE MALTRATADO

En tanto que ella está de espaldas a mí, mis ojos cansados repasan sus hombros tan delicados, su espalda erguida; ese lunar en el omoplato derecho que tantas veces he besado… estúpidamente me derrito ante su gesto mundano tan asiduo: con suma feminidad, se recoge el cabello rubio, prudentemente teñido de su propio tono de antaño con una pinza que, rutinariamente acostumbra a dejar encima de la jabonera de la ducha. Se gira y mientras está distraída, le miro los pechos: son pequeños y hermosos; se mantienen firmes, quizás porque sólo amamantó a Julia los tres primeros meses de su vida: los justos antes de reiniciar su trabajo. Cualquier chica de veinte años envidiaría su línea. Bajo la mirada lentamente hacia sus partes y… pienso que aunque hace un par de años que me entrego a otra mujer, todavía deseo a Laura como el primer día. Y debo de estar loco de remate pero mi miembro se manifiesta por sí solo y me siento como un auténtico idiota.
Magda es una compañera de trabajo. Tiene treinta y nueve años; es enfermera: mi colaboradora. Hace mucho tiempo que trabajamos juntos tanto en el hospital como en la clínica: de lunes a viernes, todas las mañanas y hasta el jueves, todas las tardes. Conoce gran parte de mi vida y yo gran parte de la suya. Fue número uno en su promoción de enfermería y desde muy jovencita, empezó a trabajar como ayudante del que fue maestro en mis primeros pasos como cardiólogo en el Agora; cuando el Dr. Bartolomeu se jubiló y yo tomé su puesto, la mantuve a mi lado porque era y sigue siendo una mujer eficiente y muy segura de sí misma y de su labor. Sabe tratar con sumo cariño a los pacientes, resolver cualquier tipo de problemática y, por descontado, actuar con destreza y vigencia en el quirófano. En mi cometido, creo que no solamente es importante la habilidad sino que quizás incluso por encima de todo, el trato humano es lo primero; la mayor parte de mis enfermos son personas mayores que, a parte de un seguimiento médico, precisan, básicamente, de la seguridad y el apoyo que nosotros los profesionales de la medicina tenemos el poder de conceder. Desde luego no somos dioses pese a que algunos lo pretendan; ni, por descontado, tenemos la obligación de implicarnos emocionalmente en las vidas de estas personas a las que frecuentamos diariamente y que nos cuentan, como si de una película se tratara, sus anécdotas para bien o para mal. Pero, si somos algo sensitivos, entendemos que cuando entran en la consulta con ese aire de derrota y de agotamiento, cargados de cierto pavor y de un respeto un tanto exagerado hacia nuestra figura, debemos acceder a escuchar con suma atención todo aquello que estén dispuestos a explicarnos, puesto que para ellos el ser atendidos con respeto es vital.
No obstante, también resulta cierto que cuando se trabaja en un hospital, cargado de pacientes de todo tipo, clase y educación, se nos hace muy dificultoso el aplicarnos uno a uno. A menudo se quejan por nuestra falta de tiempo e indiferencia: abdico en lo primero pero discrepo en lo segundo. Nos es materialmente imposible prestarnos a tanta gente y a veces, por el ritmo acelerado al que estamos acostumbrados y por la sobrecarga que ésto nos conlleva, podemos mostrarnos algo tensos y fugaces.
Pero Magda siempre tiene una bonita sonrisa y una amable palabra para ofrecer a todo el mundo; ya sea a nuestros pacientes o al personal con el que trabaja. No recuerdo ni una sola vez en todos estos años que haya sido déspota o desagradable con alguien. Quizás, en alguna ocasión, un poco más distante de lo normal por motivos de índole personal: y solamente, hará unos cuatro años, la sorprendí llorando en la sala de médicos. En aquel momento no quiso comentarme qué le sucedía: me sentí fatal al ver sus ojos castaños entristecidos, de modo que me ofrecí a invitarla a un café en el bar del hospital; le conté cuatro chistes malos y suspiró aliviada; se sintió avergonzada de que “su jefe” como entonces me llamó, la hubiera cogido desprevenida derramando lágrimas a moco tendido.
Resultaría falso si dijera que nunca había reparado en ella; por descontado, la trataba como a una más y la admiración era mutua: me sentía muy satisfecho de su labor y no tenía ningún inconveniente en decírselo directamente; no soy orgulloso ni pretencioso y mi alto cargo de director de departamento nunca ha causado en mi persona esa vanidad que tanto me repugna de algunos de los personajes con los que, por desgracia, debo intercambiar materia cada día. Bajo mi punto de vista, todos somos iguales y cada uno de nosotros desempeña su función, necesaria para que todo marche bien.
Magda conoce gran parte de mi vida, como ya he dicho porque yo hablo muy a menudo de mis quehaceres fuera del hospital; de mis idas y venidas, de mis relaciones sociales durante el montón de conferencias sobre cardiología a las que asisto durante el año a cualquier lugar del mundo. La divierte; a ella y al resto de mi equipo, la manera tan cómica que tengo de expresar mis juicios sobre la gente y las valoraciones que hago sobre mis propias charlas. Bueno, se podría decir que aparento ser un tipo simpático y sencillo… tranquilo… sin demasiados problemas y puede que, algo cínico. Una vez, en cierto momento, alguien me preguntó por qué caminaba arrastrando los pies por los pasillos con ese aire de pasotismo y de modorra… me quedé pensativo y al rato respondí: “si la muerte está por aquí deambulando, no quiero que me vea angustiado y tenso; de ese modo quizás pase de largo”. Tratamos tan a menudo con ese tránsito, por desgracia, que uno ya no se lo toma con seriedad; a fin de cuentas, es un monstruo que se permite la libertad de llevarse por delante tantas almas como le plazca y nadie puede evitarlo; ni tan siquiera nosotros, los grandes médicos.

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