dilluns, 4 d’abril del 2011

DIARIO DE UN HOMBRE MALTRATADO

Abrí las puertas con el mando a distancia y se apresuró a entrar. Se acomodó en el asiento forrado de piel color crudo de nuestro Mercedes CLK AMG. Estaba nerviosa, por la manera en que se revolvía, arreglándose su elegante falda gris que, levantada, dejaba al descubierto sus estilizadas piernas vestidas en unas medias de seda, negras. Tiene tan buen gusto para escoger su vestuario... es elegante por naturaleza, así que cualquier prenda le sienta como un guante pero además ella sabe seleccionar su ropa y combinar los colores de un modo harmonioso.
Me senté a su lado y mientras ponía la llave en el contacto, alcé mis ojos grises hacia los suyos azules sabiendo que, tarde o temprano tendría que suceder.
Pregunté qué le pasaba:
-Nada, Jorge. No pasa nada- su voz era fría y cortante. Dejó de tocarse la falda y miró hacia delante, sin fijar la vista en nada concreto. Adoptó una postura de indignación, propia de una niña enfadada que sólo en aquel momento podría haber resultado graciosa.
-Cariño… ¿he hecho algo que te ha disgustado?- me acerqué a ella lentamente e hice el gesto de acariciarla pero lo repudió como solía hacer a menudo.
-No… tú nunca haces nada para molestarme, ya lo sabes… todo está en mi cabeza.
-¿Por qué dices éso? Lo pregunto de veras… si me he comportado mal o he dicho algo que no te ha gustado, quiero saberlo- agitaba la cabeza de un lado hacia otro, negando lentamente y se dibujaba una leve sonrisa en sus labios; una mueca malhumorada y de burla.
-Dime una cosa… ¿Magda y tú os entendéis muy bien, no es cierto? ¿Tenéis muchas cosas en común?- la pregunta me sorprendió sobremanera; realmente no esperaba que el motivo de su enfado tomara el camino de los celos. Casi se me escapó una risa que, por suerte, pude reprimir.
-¿Qué?.
No respondió… la miré durante unos segundos pero no pareció dispuesta a mantener ningún tipo de conversación. La verdad es que lo agradecí pero mientras arrancaba el coche, subía la rampa hacia la calle y ponía rumbo a Matadepera, divagué en mis pensamientos y me pregunté qué imagen debía de haber dado frente a Magda como para que Laura se planteara semejante idea.
Todo el trayecto lo hicimos en callado silencio; de vez en cuando le echaba un vistazo y la veía algo taciturna con el rostro sobre su mano derecha, apoyado el brazo en el de la puerta, observando por la ventanilla las luces anaranjadas y huidizas de los pueblos dormidos que dejábamos a nuestro paso por la autopista. Sus inmensos ojos claros miraban ensoñadores hacia fuera y yo deseaba hacer el amor con ella y, tonto de mí, esperaba que al llegar a casa nos desnudáramos y apagáramos y fundiéramos nuestro tremendo pasado como si nunca hubiera existido: tan sólo lo mejor de éste. Lógicamente no iba a ser de ese modo.
Llegamos a la vivienda: ella abrió la puerta del coche y se apeó de manera ágil; mientras yo guardaba el Mercedes, Laura se apresuró a entrar en el domicilio. No esperó a que aparcara el vehículo; tenemos un gran garaje con espacio suficiente para tres o cuatro coches; a veces me da por pensar que dentro de cuatro días se reducirá cuando Julia tenga su propio auto. Esa noche me cruzó la mente tal idea y di gracias a que mi hija no estuviera allí para presenciar otra más de las reyertas de sus padres. Entonces, sólo tenía diez años. Había ido a dormir a casa de Marta; su mejor amiga.
Entré en casa por la puerta interior, directamente. Cuando pasé al comedor, la vi junto al enorme ventanal que descubría nuestro formidable jardín y recorrí con la mirada la olivera que quedaba justo delante del ángulo en el que me encontraba, iluminada por el foco verde que situamos bajo ella para destacarla de las demás por ser la más grande de las cinco que tenemos y también la más antigua.
Ella estaba sentada en la butaca de orejas, girada hacia fuera y agarraba con la mano un vaso de wisky, lo cual me desagradó absolutamente porque era una señal inequívoca de su enojo. No acostumbra a beber, salvo durante los festejos con amigos, en las ocasiones especiales o bien cuando su cabeza empieza a arremolinar algún tipo de incomprensible pensamiento para mí… Aquella noche ya había tomado varias copas de vino y de cava, así que tenía rebasado el cupo, de sobras. Me acerqué con paso lento y me situé junto a la chimenea que caía a su izquierda; me sentía alterado y sólo deseaba dejarla allí, subir las escaleras a toda prisa hasta el dormitorio, sacarme la ropa, tirarme en la cama y descansar hasta la mañana siguiente. En cambio, me quedé junto a ella como un auténtico gilipollas. Una vez más, no sabía qué decirle; me sentía como un perro a los pies de su dueña, esperando ser recriminado y castigado por una fechoría.
-¿Tienes frío? ¿Quieres que encienda el fuego?- la verdad es que la pregunta sonó totalmente absurda; nos encontrábamos a mediados de octubre pero el frío todavía no había decidido mostrarse: casi podíamos vestir con simples mangas de camisa. Laura no se giró hacia mí y simplemente respondió un sórdido “no” y dio un pequeño sorbo dejando marcados en el vaso, sus labios color carmesí.
Miré con cautela alrededor, repasando el salón como si me fuera anónimo y quisiera inspeccionarlo a escondidas de los propietarios. Me siento orgulloso de mis posesiones; puede que nuestro matrimonio resulte una farsa muy bien llevada y desconocida a vistas del exterior: la pareja feliz y compenetrada al cien por cien; pero por lo menos debo reconocer que tenemos excelente gusto y talento suficiente para ganarnos a pulso el lujo que nos envuelve.
Observé la mesa de estilo colonial a un lado del comedor con su tapiz blanco y el jarrón de flores siempre frescas encima de ésta que Sonia, la chica que nos hace las tareas domésticas, se encarga de renovar cada tres días. Al lado de la puerta, el gran mueble fabricado en madera de Mindi: con su vitrina, en la que asoma la vajilla de porcelana que nos regalaron mis suegros para la boda; al otro extremo del módulo, el casillero en el que Laura ha ido colocando algunas de las piezas y figuras que a lo largo de todos estos años hemos coleccionado de nuestros viajes a la India, Turquía, Costa Rica, Nicaragua, Argentina o Canadá y a distintas ciudades de Europa: escapadas que hemos hecho en compañía durante nuestras vacaciones de Semana Santa, verano o Navidades.
Sobre el armario, una estantería de cristal en la que reposan algunos retratos de Julia en distintas etapas de su niñez: perpetuamente preciosa con su inocente sonrisa y los enormes ojos de Laura en su rostro.

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