Algunas veces, pocas, ha venido a mis cenas y yo he ido a las suyas; éso era casi al principio, cuando empezamos a ejercer como residentes en el hospital. Trabajamos a distancia el uno del otro; yo, en el ala norte y ella en el ala sur: nos vemos si nos apetece, puesto que el hospital es enorme: tiene ocho plantas por ala, más el pabellón de urgencias: por hablar sólo del bloque donde nosotros nos hallamos. No obstante, todos nos conocemos; al menos, los doctores más antiguos. Muchos son amigos y con ellos quedamos a menudo.
Lógicamente y aunque no con frecuencia, he aparecido por la planta de psiquiatría para dar con ella cuando debía comentarle algo personal y no respondía al teléfono y viceversa. Y en nuestros fugaces momentos de felicidad, también nos hemos encontrado para ir a almorzar o a comer. Todo ésto ha quedado atrás: ahora, cada uno ejecuta en su departamento y apenas sabemos nada de nuestras tareas desde las ocho de la mañana, hora en la que llegamos juntos, hasta las once de la noche que nos vemos en casa. El único punto de unión entre ambos es nuestra hija.
La cuestión es que a ella no le son desconocidos mis colegas ni a mí los suyos.
La última vez que nos presentamos unidos a un acontecimiento de trabajo fue para celebrar una cena de despedida que preparamos a unas muchachas venezolanas que habían finalizado sus prácticas en el Agora y debían volver a su país después de un año, para tristeza de todos. Insistí a Laura que viniera porque las conocía y le habían caído bien, supongo que como a todo el mundo; eran dos chicas jovencitas y bastante divertidas. Ella accedió con facilidad; llevábamos una buena temporada; se la veía un poco aliviada de sus conflictos internos: por aquel entonces, trataba casos poco severos e imagino que eso también influía en su conducta exterior.
Como ya he dicho anteriormente, Laura es una mujer que cautiva por su delicadeza, su inteligencia y sus maneras; mantiene conversaciones despejadas y abiertas, igual que encauza temas de actualidad y, por descontado, mantiene el hilo y está al día de todo cuanto sucede por las plantas del hospital. Yo, voy más perdido; me centro en mis cosas y a menudo, si no me ponen al corriente de algunos de los sucesos o cotilleos más relevantes, no me acostumbro a enterar de nada; para éso tengo a mis enfermeras que son las que tienen los oídos puestos.
Sé que gusta a los hombres: observo cómo la miran de arriba abajo y, sobretodo los médicos más jóvenes e inexpertos, adoptan una expresión bobalicona en el rostro. Ella se da cuenta porque la conozco y capto rápidamente su coquetería. Pero no es un coqueteo previo a la conquista; Laura no es tan simple; sino aquel del que algunas mujeres que se saben hermosas, son propietarias.
Muchas doctoras también la admiran; básicamente porque acostumbra a llevar ella el diálogo y tiene gran don de gentes. La verdad es que a su lado me siento mal; en primer lugar porque al margen de todo lo que haya entre nosotros, sé que tiene más poder que yo sobre su entorno y sobre mí y porque soy el único que ve, bajo su encanto, al verdadero ogro que se desnuda en la intimidad de nuestra casa.
Aquella noche, Magda se presentó a la velada con su marido: creo que allí lo vi por primera y última vez: se trataba de un hombre alto y corpulento: su rostro anguloso se cubría por una tupida barba negra. Tenía una mirada tristona de menudos ojos negros y profundos. No me cayó mal.
Éramos catorce o quince personas; habíamos reservado mesa para cenar en una marisquería que alguien había destacado como “ la crême de la crême”. Me sentía contento… casi eufórico; charlamos, nos burlamos de la burocracia del hospital y nos quejamos de la mala organización sanitaria que nos salpicaba a los profesionales. Explicamos anécdotas sobre pacientes extraños y escenas inusitadas con las que habíamos topado, reímos muchísimo y, naturalmente, bebimos bastante. No me pasó por alto que Laura y Magda intercambiaban palabras de amabilidad y alguna que otra mirada breve a las que no di mayor importancia; a los hombres nos cuesta reparar en ciertos detalles que, en realidad, bien pueden acarrearnos dolores de cabeza. De hecho, yo también crucé alguna conversación con Enric, el marido de Magda.
Me di cuenta de que algo no marchaba apropiadamente cuando después de la cena, propusieron ir a tomar unas copas y Laura se mostró reacia. Entonces sí que noté un cambio en su cara; estaba seria y mientras los demás la animaban a seguir con la noche por delante, ella rehusaba afablemente aludiendo a que estaba muy cansada. Bien podría haber sido de ese modo pero cuando la miré y me esquivó, entendí que era el momento de poner punto y final y de volver a casa.
Después de las atentas despedidas, fuimos a coger el coche que habíamos dejado en un parking no muy lejos del restaurante. Caminamos el corto trecho en silencio. Realmente no sabía qué decir: miré de cogerla de la mano pero la apartó bruscamente. En aquel instante empecé a encontrarme mareado; más por lo que se me venía encima que por los efectos del alcohol: retumbaba una clara y concisa pregunta en mi cerebro cargado: “¿qué he hecho esta vez?”.
dissabte, 19 de març del 2011
dimecres, 16 de març del 2011
DIARIO DE UN HOMBRE MALTRATADO
En fin… Magda conoce la parte más amable de mi vida y creo que yo también conozco lo mejor de la suya. Pero indagando, descubrí que el día que la hallé sollozando desconsoladamente fue la época en la que su marido le pidió el divorcio. Tiene dos hijos; dos niños preciosos por lo que he visto en las fotos que alguna vez nos ha enseñado. Y es que ella también es bonita: enormes ojos de largas pestañas, nariz ensanchada y labios gruesos y carnosos de un rosa subido.
Yo era consciente durante las intervenciones de que me miraba de un modo distinto; no sé por qué, despierto interés entre las mujeres; no lo digo con egolatría: me doy perfecta cuenta de que algunas de mis compañeras desearían mantener algún tipo de relación conmigo, fuera de la estricta en el trabajo. Es un tópico del que muchos habrán escuchado hablar, el que dice que en el mundo de la medicina no se pueden mantener relaciones estables. La mayoría de las veces, nos entregamos tanto a nuestro quehacer que no llevamos vida íntima alguna y ello nos arrastra a mantener afectos esporádicos; por descontado, la mayor parte de nosotros nos casamos y formamos una familia pero sólo como fachada de una apariencia “ideal”; no son pocos los colegas que, o bien mantienen veinte o treinta relaciones carnales multiplicadas por distintas mujeres al año o acaban por divorciarse y juntándose con alguna de sus camaradas. Y hablo de hombres porque entre ellas no se da de un modo tan asiduo, si bien llevan un ritmo de vida sentimental tan desorganizado como el nuestro; puede que sepan disimularlo mejor.
A mí, nunca se me pasó por la cabeza serle infiel a Laura; estaba ( y estoy ) tan enamorado de ella que la idea se me antojaba, incluso, chistosa. Sumido en mis pesadillas diarias junto a su persona y tragando cada una de sus crueles palabras y reproches, jamás se me ocurrió dejarme llevar por otro cuerpo que no fuera el suyo. Y menos que mi relación de adulterio pudiera alargarse a dos años.
De hecho, Laura y Magda se conocen, lógicamente; de la misma manera que yo conozco a los compañeros de mi esposa. Desde luego, las mujeres son más intuitivas, no me cabe la menor duda; ella supo antes que yo mismo que estaba manteniendo un romance con Magda. Sé que, igualmente mantiene desde hace años sus aventuras particulares y a estas alturas me importa relativamente; si es feliz y éso puede ayudarla a relajar su mente, lo prefiero así pese a que por las noches cuando me acueste a su lado, los celos se me coman en el silencio de la habitación y desee intercambiar cuatro palabras con su amigo el Dr. Peralta. Pero tampoco yo me estoy comportando como debiera… ¿es injusto?.
Magda fue uno más de nuestros tantos motivos de gran disputa. Hará más de seis años. Está claro que yo con ella me llevo muy bien; por tantas horas como pasamos juntos, tantos buenos y malos momentos que vivimos con el resto del grupo: éxitos y derrotas; compartiendo el dolor cuando un ser humano se nos va o el ánimo cuando vemos la recuperación de otro… riendo y apoyándonos cuando llevamos el día entero de trabajo enloquecedor, exhaustos: es inevitable que con tal mezcla de emociones y tiempo, nazcan un entendimiento y un cariño casi imperceptibles a ojos de cualquiera… menos a los de Laura, naturalmente.
Yo era consciente durante las intervenciones de que me miraba de un modo distinto; no sé por qué, despierto interés entre las mujeres; no lo digo con egolatría: me doy perfecta cuenta de que algunas de mis compañeras desearían mantener algún tipo de relación conmigo, fuera de la estricta en el trabajo. Es un tópico del que muchos habrán escuchado hablar, el que dice que en el mundo de la medicina no se pueden mantener relaciones estables. La mayoría de las veces, nos entregamos tanto a nuestro quehacer que no llevamos vida íntima alguna y ello nos arrastra a mantener afectos esporádicos; por descontado, la mayor parte de nosotros nos casamos y formamos una familia pero sólo como fachada de una apariencia “ideal”; no son pocos los colegas que, o bien mantienen veinte o treinta relaciones carnales multiplicadas por distintas mujeres al año o acaban por divorciarse y juntándose con alguna de sus camaradas. Y hablo de hombres porque entre ellas no se da de un modo tan asiduo, si bien llevan un ritmo de vida sentimental tan desorganizado como el nuestro; puede que sepan disimularlo mejor.
A mí, nunca se me pasó por la cabeza serle infiel a Laura; estaba ( y estoy ) tan enamorado de ella que la idea se me antojaba, incluso, chistosa. Sumido en mis pesadillas diarias junto a su persona y tragando cada una de sus crueles palabras y reproches, jamás se me ocurrió dejarme llevar por otro cuerpo que no fuera el suyo. Y menos que mi relación de adulterio pudiera alargarse a dos años.
De hecho, Laura y Magda se conocen, lógicamente; de la misma manera que yo conozco a los compañeros de mi esposa. Desde luego, las mujeres son más intuitivas, no me cabe la menor duda; ella supo antes que yo mismo que estaba manteniendo un romance con Magda. Sé que, igualmente mantiene desde hace años sus aventuras particulares y a estas alturas me importa relativamente; si es feliz y éso puede ayudarla a relajar su mente, lo prefiero así pese a que por las noches cuando me acueste a su lado, los celos se me coman en el silencio de la habitación y desee intercambiar cuatro palabras con su amigo el Dr. Peralta. Pero tampoco yo me estoy comportando como debiera… ¿es injusto?.
Magda fue uno más de nuestros tantos motivos de gran disputa. Hará más de seis años. Está claro que yo con ella me llevo muy bien; por tantas horas como pasamos juntos, tantos buenos y malos momentos que vivimos con el resto del grupo: éxitos y derrotas; compartiendo el dolor cuando un ser humano se nos va o el ánimo cuando vemos la recuperación de otro… riendo y apoyándonos cuando llevamos el día entero de trabajo enloquecedor, exhaustos: es inevitable que con tal mezcla de emociones y tiempo, nazcan un entendimiento y un cariño casi imperceptibles a ojos de cualquiera… menos a los de Laura, naturalmente.
diumenge, 13 de març del 2011
DIARIO DE UN HOMBRE MALTRATADO
En tanto que ella está de espaldas a mí, mis ojos cansados repasan sus hombros tan delicados, su espalda erguida; ese lunar en el omoplato derecho que tantas veces he besado… estúpidamente me derrito ante su gesto mundano tan asiduo: con suma feminidad, se recoge el cabello rubio, prudentemente teñido de su propio tono de antaño con una pinza que, rutinariamente acostumbra a dejar encima de la jabonera de la ducha. Se gira y mientras está distraída, le miro los pechos: son pequeños y hermosos; se mantienen firmes, quizás porque sólo amamantó a Julia los tres primeros meses de su vida: los justos antes de reiniciar su trabajo. Cualquier chica de veinte años envidiaría su línea. Bajo la mirada lentamente hacia sus partes y… pienso que aunque hace un par de años que me entrego a otra mujer, todavía deseo a Laura como el primer día. Y debo de estar loco de remate pero mi miembro se manifiesta por sí solo y me siento como un auténtico idiota.
Magda es una compañera de trabajo. Tiene treinta y nueve años; es enfermera: mi colaboradora. Hace mucho tiempo que trabajamos juntos tanto en el hospital como en la clínica: de lunes a viernes, todas las mañanas y hasta el jueves, todas las tardes. Conoce gran parte de mi vida y yo gran parte de la suya. Fue número uno en su promoción de enfermería y desde muy jovencita, empezó a trabajar como ayudante del que fue maestro en mis primeros pasos como cardiólogo en el Agora; cuando el Dr. Bartolomeu se jubiló y yo tomé su puesto, la mantuve a mi lado porque era y sigue siendo una mujer eficiente y muy segura de sí misma y de su labor. Sabe tratar con sumo cariño a los pacientes, resolver cualquier tipo de problemática y, por descontado, actuar con destreza y vigencia en el quirófano. En mi cometido, creo que no solamente es importante la habilidad sino que quizás incluso por encima de todo, el trato humano es lo primero; la mayor parte de mis enfermos son personas mayores que, a parte de un seguimiento médico, precisan, básicamente, de la seguridad y el apoyo que nosotros los profesionales de la medicina tenemos el poder de conceder. Desde luego no somos dioses pese a que algunos lo pretendan; ni, por descontado, tenemos la obligación de implicarnos emocionalmente en las vidas de estas personas a las que frecuentamos diariamente y que nos cuentan, como si de una película se tratara, sus anécdotas para bien o para mal. Pero, si somos algo sensitivos, entendemos que cuando entran en la consulta con ese aire de derrota y de agotamiento, cargados de cierto pavor y de un respeto un tanto exagerado hacia nuestra figura, debemos acceder a escuchar con suma atención todo aquello que estén dispuestos a explicarnos, puesto que para ellos el ser atendidos con respeto es vital.
No obstante, también resulta cierto que cuando se trabaja en un hospital, cargado de pacientes de todo tipo, clase y educación, se nos hace muy dificultoso el aplicarnos uno a uno. A menudo se quejan por nuestra falta de tiempo e indiferencia: abdico en lo primero pero discrepo en lo segundo. Nos es materialmente imposible prestarnos a tanta gente y a veces, por el ritmo acelerado al que estamos acostumbrados y por la sobrecarga que ésto nos conlleva, podemos mostrarnos algo tensos y fugaces.
Pero Magda siempre tiene una bonita sonrisa y una amable palabra para ofrecer a todo el mundo; ya sea a nuestros pacientes o al personal con el que trabaja. No recuerdo ni una sola vez en todos estos años que haya sido déspota o desagradable con alguien. Quizás, en alguna ocasión, un poco más distante de lo normal por motivos de índole personal: y solamente, hará unos cuatro años, la sorprendí llorando en la sala de médicos. En aquel momento no quiso comentarme qué le sucedía: me sentí fatal al ver sus ojos castaños entristecidos, de modo que me ofrecí a invitarla a un café en el bar del hospital; le conté cuatro chistes malos y suspiró aliviada; se sintió avergonzada de que “su jefe” como entonces me llamó, la hubiera cogido desprevenida derramando lágrimas a moco tendido.
Resultaría falso si dijera que nunca había reparado en ella; por descontado, la trataba como a una más y la admiración era mutua: me sentía muy satisfecho de su labor y no tenía ningún inconveniente en decírselo directamente; no soy orgulloso ni pretencioso y mi alto cargo de director de departamento nunca ha causado en mi persona esa vanidad que tanto me repugna de algunos de los personajes con los que, por desgracia, debo intercambiar materia cada día. Bajo mi punto de vista, todos somos iguales y cada uno de nosotros desempeña su función, necesaria para que todo marche bien.
Magda conoce gran parte de mi vida, como ya he dicho porque yo hablo muy a menudo de mis quehaceres fuera del hospital; de mis idas y venidas, de mis relaciones sociales durante el montón de conferencias sobre cardiología a las que asisto durante el año a cualquier lugar del mundo. La divierte; a ella y al resto de mi equipo, la manera tan cómica que tengo de expresar mis juicios sobre la gente y las valoraciones que hago sobre mis propias charlas. Bueno, se podría decir que aparento ser un tipo simpático y sencillo… tranquilo… sin demasiados problemas y puede que, algo cínico. Una vez, en cierto momento, alguien me preguntó por qué caminaba arrastrando los pies por los pasillos con ese aire de pasotismo y de modorra… me quedé pensativo y al rato respondí: “si la muerte está por aquí deambulando, no quiero que me vea angustiado y tenso; de ese modo quizás pase de largo”. Tratamos tan a menudo con ese tránsito, por desgracia, que uno ya no se lo toma con seriedad; a fin de cuentas, es un monstruo que se permite la libertad de llevarse por delante tantas almas como le plazca y nadie puede evitarlo; ni tan siquiera nosotros, los grandes médicos.
Magda es una compañera de trabajo. Tiene treinta y nueve años; es enfermera: mi colaboradora. Hace mucho tiempo que trabajamos juntos tanto en el hospital como en la clínica: de lunes a viernes, todas las mañanas y hasta el jueves, todas las tardes. Conoce gran parte de mi vida y yo gran parte de la suya. Fue número uno en su promoción de enfermería y desde muy jovencita, empezó a trabajar como ayudante del que fue maestro en mis primeros pasos como cardiólogo en el Agora; cuando el Dr. Bartolomeu se jubiló y yo tomé su puesto, la mantuve a mi lado porque era y sigue siendo una mujer eficiente y muy segura de sí misma y de su labor. Sabe tratar con sumo cariño a los pacientes, resolver cualquier tipo de problemática y, por descontado, actuar con destreza y vigencia en el quirófano. En mi cometido, creo que no solamente es importante la habilidad sino que quizás incluso por encima de todo, el trato humano es lo primero; la mayor parte de mis enfermos son personas mayores que, a parte de un seguimiento médico, precisan, básicamente, de la seguridad y el apoyo que nosotros los profesionales de la medicina tenemos el poder de conceder. Desde luego no somos dioses pese a que algunos lo pretendan; ni, por descontado, tenemos la obligación de implicarnos emocionalmente en las vidas de estas personas a las que frecuentamos diariamente y que nos cuentan, como si de una película se tratara, sus anécdotas para bien o para mal. Pero, si somos algo sensitivos, entendemos que cuando entran en la consulta con ese aire de derrota y de agotamiento, cargados de cierto pavor y de un respeto un tanto exagerado hacia nuestra figura, debemos acceder a escuchar con suma atención todo aquello que estén dispuestos a explicarnos, puesto que para ellos el ser atendidos con respeto es vital.
No obstante, también resulta cierto que cuando se trabaja en un hospital, cargado de pacientes de todo tipo, clase y educación, se nos hace muy dificultoso el aplicarnos uno a uno. A menudo se quejan por nuestra falta de tiempo e indiferencia: abdico en lo primero pero discrepo en lo segundo. Nos es materialmente imposible prestarnos a tanta gente y a veces, por el ritmo acelerado al que estamos acostumbrados y por la sobrecarga que ésto nos conlleva, podemos mostrarnos algo tensos y fugaces.
Pero Magda siempre tiene una bonita sonrisa y una amable palabra para ofrecer a todo el mundo; ya sea a nuestros pacientes o al personal con el que trabaja. No recuerdo ni una sola vez en todos estos años que haya sido déspota o desagradable con alguien. Quizás, en alguna ocasión, un poco más distante de lo normal por motivos de índole personal: y solamente, hará unos cuatro años, la sorprendí llorando en la sala de médicos. En aquel momento no quiso comentarme qué le sucedía: me sentí fatal al ver sus ojos castaños entristecidos, de modo que me ofrecí a invitarla a un café en el bar del hospital; le conté cuatro chistes malos y suspiró aliviada; se sintió avergonzada de que “su jefe” como entonces me llamó, la hubiera cogido desprevenida derramando lágrimas a moco tendido.
Resultaría falso si dijera que nunca había reparado en ella; por descontado, la trataba como a una más y la admiración era mutua: me sentía muy satisfecho de su labor y no tenía ningún inconveniente en decírselo directamente; no soy orgulloso ni pretencioso y mi alto cargo de director de departamento nunca ha causado en mi persona esa vanidad que tanto me repugna de algunos de los personajes con los que, por desgracia, debo intercambiar materia cada día. Bajo mi punto de vista, todos somos iguales y cada uno de nosotros desempeña su función, necesaria para que todo marche bien.
Magda conoce gran parte de mi vida, como ya he dicho porque yo hablo muy a menudo de mis quehaceres fuera del hospital; de mis idas y venidas, de mis relaciones sociales durante el montón de conferencias sobre cardiología a las que asisto durante el año a cualquier lugar del mundo. La divierte; a ella y al resto de mi equipo, la manera tan cómica que tengo de expresar mis juicios sobre la gente y las valoraciones que hago sobre mis propias charlas. Bueno, se podría decir que aparento ser un tipo simpático y sencillo… tranquilo… sin demasiados problemas y puede que, algo cínico. Una vez, en cierto momento, alguien me preguntó por qué caminaba arrastrando los pies por los pasillos con ese aire de pasotismo y de modorra… me quedé pensativo y al rato respondí: “si la muerte está por aquí deambulando, no quiero que me vea angustiado y tenso; de ese modo quizás pase de largo”. Tratamos tan a menudo con ese tránsito, por desgracia, que uno ya no se lo toma con seriedad; a fin de cuentas, es un monstruo que se permite la libertad de llevarse por delante tantas almas como le plazca y nadie puede evitarlo; ni tan siquiera nosotros, los grandes médicos.
dimecres, 9 de març del 2011
DIARIO DE UN HOMBRE MALTRATADO
Me despedí de sus padres cerca de la media noche; había traído mi coche; un SEAT 850 que aparqué en el garaje de la casa. Laura bajó a despedirme; soplaba todavía una agradable brisa que presagiaba el dulce verano: la volví a mirar; a la luz de la luna llena, distinguí su medio rostro iluminado por las tenues luces del porche y el brillo de dos diamantes en sus pupilas; llevaba suelto el cabello sedoso a media melena que caía lacio sobre sus hombros estilizados; de nuevo, la encontré preciosa y, exaltado y algo temeroso de ser acechados por sus progenitores, alargué mi brazo y la acerqué hacia mí agarrándola con la mano por la cintura: se dejó llevar y nos besamos largamente:
-Nos veremos mañana en la facultad- le dije.
-Sí…- estaba a punto de entrar en el coche cuando me llamó- Jorge…- me detuve y la miré- siento… siento lo que ha ocurrido esta noche durante la cena.
-¿A qué te refieres?- naturalmente, sabía de qué hablaba.
-Bueno… ya sabes; la discusión con mi padre… no quería que presenciaras malas caras pero es que me saca de quicio y a veces no soy capaz de hacer caso omiso.
-Laura, mi vida: no tienes que disculparte por nada; ha sido un intercambio de opiniones ¿desde cuándo padres e hijos están de acuerdo en algo? Mi padre también suele atormentarme con sus salidas de tono y yo, a menudo suelo cabrearme con él, ya lo sabes.
-Sí… pero esta ha sido tu primera visita y yo me he comportado como una estúpida.
-No… él se ha comportado como un tonto… y… ¿sabes una cosa? Tienes madera de psiquiatra; utilizas buenos argumentos… tendrán suerte los pacientes que caigan en tus manos… y estoy seguro de que tu padre se siente muy orgulloso de tí.
-Seguramente… cuando sueña conmigo y me moldea a su gusto- le acaricié la mejilla y, de nuevo la besé.
-Buenas noches, mi amor.
-Buenas noches, hombre guapo.
Qué cosa tan mema; me volvía loco de atar cuando me llamaba “hombre guapo”: nunca he sabido si lo pensaba de veras o, si simplemente lo decía por cariño; me considero un hombre del montón: alto, un metro ochenta, delgaducho aunque luzco algo de barriga: mis ojos son grisáceos, no muy grandes pero rasgados; tengo el cabello corto y canoso, mas todavía se divisa aquel oscuro que un día fue… para mi gusto tengo la nariz demasiado grande pero parece que algunas mujeres la consideran un rasgo de gran personalidad en mi físico. Imagino que me conservo bastante bien: tengo una piel suave y pese a alguna que otra arruga no me puedo quejar de mi aspecto en general.
Pero cuando me miro al espejo cada mañana, temprano, para afeitarme antes de ir al hospital, me siento viejo, inservible y me asqueo de mí mismo; me detesto por ser tan débil y por mi falta de autoridad: esa incapacidad para frenar todo cuanto sucede a mi alrededor y poner orden y sentido a mi vida, me aborrece.
Pienso mucho en Laura; a menudo la odio por lo que es y por cómo es: y, seguidamente me maldigo por no haberme dado cuenta de la verdad oculta y por haberme dejado remolcar sin remedio hacia su cascada, tremenda y furiosa que me viene ahogando… Me acuesto con ella y me levanto con ella; en cuerpo y mente. Mientras me aseo, entra en el baño; no nos decimos nada, dependiendo de su humor la noche anterior. He aprendido con la experiencia de los años, a callar cuando su expresión adopta esa mirada con el ceño fruncido; mil pensamientos para nada calmosos deben de cruzar su cabeza, irremisiblemente: desearía poder preguntarle “¿qué te sucede, Laura? ¿por qué te sientes tan mal? ¿por qué te castigas tan duramente y por qué me castigas a mí e, indirectamente también a tu hija?”... pero si se me ocurriera insinuar lo más mínimo, todo se ennegrecería de pronto y caería la tormenta; una más sobre nosotros; gritos, recriminaciones, insultos y quizás manotazos que yo debería, de nuevo, aplacar con un, “perdona... es culpa mía... no tendría que… no volveré a…”. Resulta inútil y prefiero desviar la vista cuando a través del espejo ella me observa o, sencillamente se ojea rápidamente antes de darse una ducha.
Admiro su cuerpo cuando se desnuda: su piel blanquecina… está muy delgada; apenas come y lo entiendo: en nuestro trabajo el estrés se ha hecho hueco y se ha convertido en nuestro amargo y aceptado compañero; casi no vivimos; siempre de un lado hacia otro; primero al Hospital Agora, después a la clínica privada; reuniones, congresos, urgencias… pero nos adaptamos a todo ello hace mucho tiempo y decidimos que así sería: ahora entiendo que este ritmo frenético puede con ella. Los fines de semana cuando no viajamos alguno de los dos, que suele ser a menudo, nos relacionamos con los amigos; cenas, comidas… una excusa para no estar solos, para no caer en la amargura de nuestra realidad nefasta.
-Nos veremos mañana en la facultad- le dije.
-Sí…- estaba a punto de entrar en el coche cuando me llamó- Jorge…- me detuve y la miré- siento… siento lo que ha ocurrido esta noche durante la cena.
-¿A qué te refieres?- naturalmente, sabía de qué hablaba.
-Bueno… ya sabes; la discusión con mi padre… no quería que presenciaras malas caras pero es que me saca de quicio y a veces no soy capaz de hacer caso omiso.
-Laura, mi vida: no tienes que disculparte por nada; ha sido un intercambio de opiniones ¿desde cuándo padres e hijos están de acuerdo en algo? Mi padre también suele atormentarme con sus salidas de tono y yo, a menudo suelo cabrearme con él, ya lo sabes.
-Sí… pero esta ha sido tu primera visita y yo me he comportado como una estúpida.
-No… él se ha comportado como un tonto… y… ¿sabes una cosa? Tienes madera de psiquiatra; utilizas buenos argumentos… tendrán suerte los pacientes que caigan en tus manos… y estoy seguro de que tu padre se siente muy orgulloso de tí.
-Seguramente… cuando sueña conmigo y me moldea a su gusto- le acaricié la mejilla y, de nuevo la besé.
-Buenas noches, mi amor.
-Buenas noches, hombre guapo.
Qué cosa tan mema; me volvía loco de atar cuando me llamaba “hombre guapo”: nunca he sabido si lo pensaba de veras o, si simplemente lo decía por cariño; me considero un hombre del montón: alto, un metro ochenta, delgaducho aunque luzco algo de barriga: mis ojos son grisáceos, no muy grandes pero rasgados; tengo el cabello corto y canoso, mas todavía se divisa aquel oscuro que un día fue… para mi gusto tengo la nariz demasiado grande pero parece que algunas mujeres la consideran un rasgo de gran personalidad en mi físico. Imagino que me conservo bastante bien: tengo una piel suave y pese a alguna que otra arruga no me puedo quejar de mi aspecto en general.
Pero cuando me miro al espejo cada mañana, temprano, para afeitarme antes de ir al hospital, me siento viejo, inservible y me asqueo de mí mismo; me detesto por ser tan débil y por mi falta de autoridad: esa incapacidad para frenar todo cuanto sucede a mi alrededor y poner orden y sentido a mi vida, me aborrece.
Pienso mucho en Laura; a menudo la odio por lo que es y por cómo es: y, seguidamente me maldigo por no haberme dado cuenta de la verdad oculta y por haberme dejado remolcar sin remedio hacia su cascada, tremenda y furiosa que me viene ahogando… Me acuesto con ella y me levanto con ella; en cuerpo y mente. Mientras me aseo, entra en el baño; no nos decimos nada, dependiendo de su humor la noche anterior. He aprendido con la experiencia de los años, a callar cuando su expresión adopta esa mirada con el ceño fruncido; mil pensamientos para nada calmosos deben de cruzar su cabeza, irremisiblemente: desearía poder preguntarle “¿qué te sucede, Laura? ¿por qué te sientes tan mal? ¿por qué te castigas tan duramente y por qué me castigas a mí e, indirectamente también a tu hija?”... pero si se me ocurriera insinuar lo más mínimo, todo se ennegrecería de pronto y caería la tormenta; una más sobre nosotros; gritos, recriminaciones, insultos y quizás manotazos que yo debería, de nuevo, aplacar con un, “perdona... es culpa mía... no tendría que… no volveré a…”. Resulta inútil y prefiero desviar la vista cuando a través del espejo ella me observa o, sencillamente se ojea rápidamente antes de darse una ducha.
Admiro su cuerpo cuando se desnuda: su piel blanquecina… está muy delgada; apenas come y lo entiendo: en nuestro trabajo el estrés se ha hecho hueco y se ha convertido en nuestro amargo y aceptado compañero; casi no vivimos; siempre de un lado hacia otro; primero al Hospital Agora, después a la clínica privada; reuniones, congresos, urgencias… pero nos adaptamos a todo ello hace mucho tiempo y decidimos que así sería: ahora entiendo que este ritmo frenético puede con ella. Los fines de semana cuando no viajamos alguno de los dos, que suele ser a menudo, nos relacionamos con los amigos; cenas, comidas… una excusa para no estar solos, para no caer en la amargura de nuestra realidad nefasta.
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