Justamente por pensar en ella, alcé la mirada para observar con detenimiento a Matilde que se sentaba en uno de los extremos de la mesa; en frente de su marido; al mismo tiempo, Laura y yo también nos sentábamos uno delante del otro. La mujer pareció intuir mi mirada porque, rápidamente llamó al servicio con una pequeña campanilla que me trasladó a la esclavitud de los negros en EEUU cuando algunos de éstos, con mayor suerte, servían a los blancos en sus residencias: ya casi esperaba ver salir de la cocina a una dama de piel oscura, gruesa, mayor, de grandes ojos como la noche y cabello ensortijadísimo: con su vestido negro y delantal blanco cuando, por el contrario, salió una muchacha joven de unos diecinueve años, eso sí; vestida con su atuendo propio de criada y el delantal pegado a su cuerpecillo menudo.
-Raquel, haga el favor de servir los entrantes.
-Sí, señora Matilde- la chica dio media vuelta y con su gran moño caoba bajo la cofia, se metió por donde había salido.
-Querida, veo que Laura y tú habéis predispuesto la mesa con mucha gracia- Ernesto alargó la mano hacia un centro de flores que tenía justo delante de su cara- Estas violetas son preciosas.
-Sí, querido; le he pedido a Martina que las comprara esta mañana: dan un aire más desenfadado ¿no es cierto, Jorge?.
-Sí, desde luego… son de muy buen gusto.
La pregunta me cogió desprevenido y cuando la miré a los ojos me di cuenta de que ahora era ella la que me escudriñaba aunque con cierta timidez. Realmente se trataba de una mujer guapa: en aquellos años rozaba los cuarenta y ocho pero seguía manteniendo una cierta jovialidad en el rostro. Era alta y muy delgada como su hija y pese a que sus ojos tenían una tonalidad grisácea apagada, su expresión era tal cual la de Laura; al margen de las, casi imperceptibles patas de gallo en las comisuras de su mirada, se adivinaba una piel tersa y suave sin tan siquiera acariciarla; llevaba el cabello dorado, algo más apagado que el de su hija, en un agraciado y cuidado recogido que a buen seguro se habría hecho ella misma; aparentaba bastante sencillez: para aquella ocasión había escogido un largo vestido granate oscuro que conjuntaba con el esmalte de sus uñas; naturalmente, cuidadas y pulcras; en delicados dedos que, durante una época de su vida debían haber llevado un buen ritmo de trabajo hasta que la riqueza los retiró para gran alivio.
Si bien simulaba estar a la altura de la situación, con esa notoria amabilidad, esos modos finos y atentos y esa fugaz sonrisa acogedora en el semblante, a la vez, quizás por mi asociación a todo lo que Laura me había contado, detectaba en su actitud un cierto aire de abatimiento y de incomodidad: la noté crispada con sus soñolientos ojos mirando alrededor sin saber, exactamente, cómo mostrarse o qué decir. Naturalmente, hacía años que tenía más que estudiados todos y cada uno de los gestos que le tocaba representar delante de sus invitados; acaso por saber que era el novio de su hija, se sentía algo más relajada y con ello era consciente de que nunca, bajo ningún concepto, podía bajar la guardia; y menos delante de su marido al que podía avergonzar, caso de perder la compostura.
Retiré mi mirada de ella y la desplacé hacia delante con lo cual me di cuenta de que Laura también me había estado atisbando en silencio: observador, observado. En aquella mesa todo era un juego ridículo de palabras calladas y pensamientos flotando en el ambiente; supuse que siempre había sido así, sin embargo yo estaba acostumbrado a hablar más que a mirar. Le sonreí cariñosamente y ella correspondió con cierta distracción. Ernesto, de nuevo, rompió el silencio:
-Bueno, bueno… ¿estás de prácticas en el Hospital Agora, no es cierto, Jorge?
-Sí… sí. La verdad es que resulta interesante y, por descontado, se aprende a gran velocidad.
-Claro… no hay nada mejor que pasar a la acción para llenarse de experiencia; la teoría es importante pero la base empieza cuando uno ve con sus propios ojos todo aquello que sucede a su alrededor. El papeleo es aburridísimo; lo mejor es pasearse por los pasillos de un centro hospitalario y controlar de cerca: la vida y la muerte ¿verdad?.
-Por descontado pero, lógicamente, en clase aprendo todo aquello sin lo cual no podría desenvolverme en el mundo real. De hecho, existen carreras en las que la materia casi no aporta más que cultura porque lo que de veras tiene validez después, es la práctica: pero no es mi caso. Si desconoces la anatomía humana; venas, arterias, músculos… de nada te sirve tener un bisturí en las manos; cuando lo utilices, provocarás un caos.
-No es lo mismo que coger un pincel y ponerte a pintar un lienzo; puede que desconozcas el arte pero en cambio, si lo llevas dentro como un instinto, te bastará dejarte arrastrar por él para plasmar un hermoso cuadro- Laura se había echado hacia delante con las manos cruzadas por encima de la mesa, alrededor de su plato mientras hablaba con su coherencia innata.
-Ya…
Justo cuando Ernesto iba a manifestar su opinión de nuevo entró Raquel con una bandeja de plata repleta de canapés que, a decir verdad, tenían muy buena pinta. La posó sobre la mesa, delante de mis futuras esposa y suegra. Al cabo de unos segundos volvió con otra fuente del mismo tamaño, cargada de montaditos y tartaletas y esta vez la dejó entre mi futuro suegro y yo. Al rato, apareció con una botella de vino tinto, gran Reserva y la depositó en medio de la mesa. Me vi en el deber de servirlo y, del modo más delicado posible me levanté y llené las copas ( sin equivocarme y vaciarlo en las más grandes que, evidentemente eran las de agua ): primero las señoras y después los caballeros. Matilde agradeció con un leve movimiento de cabeza, Laura, ofreciéndome un de sus ensanchadas sonrisas y mostrando sus dientes blancos y ordenados y Ernesto con un “gracias, joven”, alto y claro. De nuevo volví a sentarme y Laura me pasó una de las bandejas de canapés: desde luego no eran los típicos que hubiera podido degustar en cualquier cena de fin de año o celebración familiar; aquellos eran “buenos” canapés; de Jamón de Bellota, de Mouse de Queso Azul con Nuez y Anchoa, con Salmón Ahumado y Caviar ( por el gusto se adivinaba que no eran de los más baratos )…
-Humm… son deliciosos- me dirigí directamente a Matilde, al probar el primer bocado.
-Oh, bueno… gracias: poca cosa; de hecho, los canapés y las tartaletas se me dan bien aunque debo reconocer que el resto de la cena la preparó Mayra: es vasca, así que el menú vendrá derechamente de San Sebastián- rió algo tontamente y a continuación quedó seria de nuevo.
-No tengo problema para ningún tipo de cocina; creo que casi toda me gusta de modo que estaré bien servido, no se preocupe- Matilde alzó la vista hacia mí de un modo más directo y supe que estaba agradecida.
-En fin… como íbamos diciendo…Laura- Ernesto se dirigió hacia su hija de una forma un tanto inquisitiva- Se podría considerar que, a diferencia de Jorge tu especialidad como psiquiatra sí que requiere de más práctica que teoría ¿no es cierto?.
-¿Ah, sí?... ¿qué te hace pensar eso, papá?.
-Pues, querida mía; para reconocer a un loco sólo hay que plantarse frente a otra persona, mirarla con detenimiento y deducir que algo falla en su cabeza; para eso no hace falta leer libros ni dar lecciones: yo trato con un montón de ellos a diario…
-Ya… creo que tú sí deberías haber estudiado para psiquiatra: está claro que tienes el don suficiente para entender de todo un poco pero… ¿sabes?... si desconoces lo que es una paranoia, una neurosis, una esquizofrenia o, por ejemplo, una simple depresión, por más que sepas que aquella persona no está bien, te faltará entender qué camino has de coger y estarás en blanco, naturalmente, aún conociendo la medicación: porque yo también debo saber qué tipo de tratamiento pertenece a cada enfermedad ¿comprendes, verdad, que no es nada sencillo?- detectaba en Laura la ira que su padre empezaba a desatar con sus burlas.
-¿Te has fijado, Jorge, qué bien habla mi hija? Desde luego, ella tiene las dotes suficientes para convencer a cualquiera de sus argumentos; de hecho, casi logra persuadirme a mí también…- mi mirada hacia él fue algo dura pero no respondí.
-¿Disfrutas menospreciándome, no es cierto? ¿Nunca te detienes a pensar que puedas estar fastidiando a los demás con tus ironías fuera de lugar?.
-Laura, hija, no te lo tomes tan a pecho; sé que estás haciendo un gran trabajo y que tus prácticas son de vital importancia para tí…
-No son las prácticas, papá; es MI futuro trabajo lo que de verdad tiene sentido; estoy estudiando aquello que me gusta, en lo que me siento identificada y realizada; mi sueño era éste; ahondar en el cerebro humano y, quizás lograr algún día, entender todo lo que ahora se me presenta tan absurdo y complejo: puede que incluso llegara a entenderte a ti también… pero, claro; te resulta totalmente imposible aceptar que tu querida hija sea una “loquera” ¿verdad?... pretendías que llegara a ser una gran abogada de prestigio y así, presumir ante tus supuestas amistades… a ver quién consigue subir más alto; pues lo siento… seré psiquiatra tanto si te gusta como si no y me importa poco lo que te complazca a ti.
Se hizo un silencio incómodo. Laura, reteniéndose las lágrimas, esquivó mis ojos y miró hacia abajo, sujetando su servilleta, retorciéndola con los dedos en un evidente estado de nerviosismo. Por su parte, Ernesto calló y su mirada azul mar, se oscureció por unos instantes… observó con cierta pena a su hija y después, de soslayo, me ojeó a mí, supongo que para averiguar mi reacción. Sentí lástima hacia él; tenía el semblante enrojecido aunque, sinceramente, tampoco estaba seguro de, hasta qué punto se trataba de furor o de vergüenza: me decanté hacia la segunda opción.
Matilde, como si nada hubiera sucedido, habló de pronto con voz moderada pero algo estridente:
-Pediré a Raquel que nos traiga el primer plato.
De nuevo, meneó la campanilla de plata y al acto apareció la bonita chica; con los brazos cruzados y sus manos reposando sobre la falda se afanó en colocarse ante su señora:
-Raquel, querida, sirva ya el primer plato, por favor.
-Enseguida…
-Ah! Y traiga también otra botella de vino.
-Sí, señora.
La cena propiamente como tal, me resultó muy grata; no entendí a qué se había referido la madre de Laura cuando habló del menú de San Sebastián; de hecho, un Roast-Beef con salsa Cumberland y un segundo de Salmón bella-vista con mahonesa de gazpacho, no es que fueran puramente vascos; supuse que hablaba de las manos culinarias de una cocinera vasca: que tenía mucho talento, todo fuera dicho.
En cuanto a la velada… trascurrió algo más tensa pero hacia los postres y después de un buen vino blanco y un buen cava, acompañando éste a unas tartaletas de melocotón y manzana y unos tocinillos de cielo, se hizo más distendida y Ernesto volvía a hablar con alegre ánimo. Laura se mantuvo callada y distante y yo, junto a ella, sentados los dos en el gran sofá del salón al lado de un romántico fuego a tierra apagado y con Ernesto y Matilde ante nosotros, sostuve su mano entre las mías, sintiendo sus finos y largos dedos fríos, entre ellas.
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