Mi conversación con el padre de Laura se extendió a una hora y media en su elegante estudio de grandes estantes llenos de libros de toda temática; algunos de lo más curiosos; de aeronáutica y también de historia, filosofía, ciencias… hasta biografías de destacados personajes incluso del mundo del espectáculo: novelas… supuse que unos cuantos de ellos debían pertenecer a su mujer: no me cupo ninguna duda de que Ernesto era un hombre culto y sabio: había empezado desde abajo y trabajado muy duro a lo largo de toda su vida para ganarse justamente todo aquello que poseía y a pesar de sus maneras algo prepotentes, buscaba a toda costa, el bienestar de los suyos… de una forma algo especial, todo sea dicho.
Al tratarlo; al escucharle hablar, al admirar sus expresiones, sus gestos y analizar de un modo objetivo sus planteamientos y teorías, quedaba muy claro que su hija era heredera absoluta de su carácter y de su ímpetu: me gustaba pensar que ella me había aceptado como parte de su vida y de sus sentimientos y la idea de que me quisiera me llenaba de un placer indescriptible… estaba subyugado y me era inevitable desearla con locura: y excluir su presencia; la sola idea de perderla, me angustiaba.
Cuando al fin salimos de la sala, algo acalorados por el espacio cargado y la conversación animada acerca de política empresarial ( sobre la cual yo conocía poca cosa: más bien me limitaba a escuchar y a asentir ) y distando mucho de la política social a la que yo me aferraba más con mis ideas un tanto “vanguardistas” de estudiante todavía un poco hippie, nos reunimos en el salón con Laura y con su esposa Matilde y fue Laura la que recriminó a su padre que me hubiera absorbido por completo:
-Vaya, papá…¿pretendes robarme a Jorge?- me miró tiernamente- ¿Qué te ha contado? ¿Sus batallitas en la empresa?... Pues, créeme que todavía no sabes nada. A partir de ahora cuando pongas los pies en esta casa no te escaparás de sus razones, de sus quejas ni de sus trifulcas… piensa que estás tratando con un hombre de clase social alta; con un gran apoderado…- sonrió y miró a su padre de reojo, esperando la reacción de éste que no tardó en pronunciarse.
-Muy bien, Laura; ríete de mí delante de mi yerno pero que sepas que has ido a encontrar a un joven que comparte mis ideas, así que no tendrás mucho tiempo para burlas insolentes, muchachita- Ernesto me palmeó la espalda con un deje paternal que incitó a miradas entre su hija y yo con la sorpresa en ellas: no sólo por el gesto tan familiar, sino por la desenvoltura con la que había utilizado el vocablo “yerno” tal y como si Laura y yo ya estuviéramos casados.
-No te quepa duda de que seguiré teniendo mucho tiempo para ensañarme contigo…- arrugó el entrecejo y sus ojos claros se reflejaron en los de Ernesto. Observándolos así en aquel intercambio irónico entre padre e hija parecía que fueran los más bien avenidos… y, de hecho él así lo creía… por parte de ella todo era distinto; en su interior se desencadenaban una serie de emociones encontradas que nunca supo esclarecer… hoy, recapitulando y deteniéndome en cada detalle de nuestras vidas, llego a la conclusión de que, parte del motivo de sus miedos, inseguridades y agresividad, hallan la respuesta en aquella conducta reticente que mantuvo con sus progenitores… entre otras causas.
Pasamos al comedor; medía unos treinta metros cuadrados: en el centro de éste se hallaba dispuesta una mesa de cerezo, tres metros de largo, cubierta por un gran mantel de cruz estampado de flores liláceas, hecho a mano: más tarde, Laura me explicó que ella misma lo había elaborado.
Nos sentamos alrededor de la gran mesa que cubría todos los requisitos necesarios para una buena presentación; como en las revistas de diseño y moda que mi madre solía tener por casa, de vez en cuando: enormes servilletas blancas dobladas con gracia junto a los platos llanos y al lado de éstas dos tenedores para la carne y el pescado a mi izquierda y dos cuchillos para el corte a mi derecha y más arriba del plato, cuatro bonitas copas de cristal; para el agua, el vino tinto, el vino blanco y para el champán. Por unos instantes me acongojó la idea de tener que guardar las bonitas formas delante de aquella familia durante toda la vida; no es que estuviera falto de educación pero mi vivir se había limitado a una existencia bastante más humilde y campechana aunque por suerte mis padres se habían afanado en mis maneras. En aquellos momentos se lo agradecí profundamente a mi pobre madre.
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