Me apetece explicar mi cita con Magda aquel viernes porque, de algún modo, resulta doloroso pero también más sencillo, abrir los ojos para ver y entender desde fuera cuál es el comportamiento, entendiblemente normal y el que se asume como el continuo pero decididamente, anómalo. Son el caso; Magda y Laura, respectivamente. A parte, creo no equivocarme si digo que ésa fue la primera vez que me reprochó todo aquéllo que quizá venía callando sin que yo me percatara y que escondía forzosamente para no originar conflicto entre los dos.
Hacía mucho calor aquella tarde. No me había resultado difícil allanar el terreno porque Julia decidió por sí misma que quería pasar el fin de semana con mi madre, que vive en Mollet y los hijos de Magda tenían régimen de visitas con su padre. Apenas probamos bocado y luego nos tomamos un helado. Paseamos por el puerto porque la tarde nos invitaba a ello y hacia las ocho, fuimos para su casa. Como ella vive en la ciudad, no suele llevarse el coche: acostumbra a moverse con los medios de transporte públicos, así que de nuevo cogimos mi auto.
-Esta humedad me va a matar- comenté mientras conducía por un gran paseo, secándome el sudor con un bonito kleenex adornado de elefantes y perfumado a lavanda.
-No te preocupes; en casa nos refrescaremos con el aire acondicionado.
-Buen invento.
-Buen consumo.
Sonreí con la mirada al frente.
-Ya me pasarás la factura; el castigo por llevar el aire estropeado, en mi auto- me pegó un toque en el brazo con la mano y giró los ojos moviendo negativamente la cabeza.
-Qué tontorrón eres…- la miré con mi amplia sonrisa en los labios y le pasé el brazo por encima de los hombros.
Llegamos a su piso. Naturalmente, lo conocía de otras veces. Se trataba de un pequeño pero acogedor y cuidado ático de unos cincuenta y cinco metros cuadrados; con una terracita llena de flores: nada que ver con mi gran casa por lo que, la primera vez que entré, me sentí avergonzado; tanta suntuosidad en mi mundo de élite y tanta austeridad a mi alrededor.
Los muebles eran escasos y modernos. Tenía sólo dos habitaciones; la de los niños, llena de cuadros infantiles, de juguetes y de estanterías plagadas de monigotes de todo tipo. Dormían en un tren, para ahorrar espacio. Sus hijos tienen siete y nueve años. Recuerdo perfectamente sus embarazos; con aquella barriga abultada con la que casi no podía ni caminar a última hora. Durante las bajas la encontré a faltar sobremanera aunque las chicas suplentes eran muy aplicadas y voluntariosas. No me daba cuenta: pero añoraba su persona.
Su dormitorio tampoco era muy amplio pero sí algo más que el de los críos y tenía una puerta que asomaba al balcón y dejaba ver unos geranios rojos en el suelo mientras otro azulado descansaba sobre la repisa de la ventana y entre una y otra, ofrecían una claridad grata a la estancia; lo mismo que el ventanal del comedor. Allí se respiraban buenas vibraciones; se notaba que flotaba la ternura a diario… y también la soledad.
La cocina era de barra americana y el aseo, diminuto, se encontraba en el corto corredor de la entrada. Todo olía a ambientador de pino y uno se sentía cómodo.
Dada nuestra confianza, nada más entrar me senté en el sofá de tela amarilla cubierta por una funda del mismo tono. Me saqué los zapatos y descansé las piernas sobre la parte inferior, preparada para estirarse. Antes, como por costumbre, enchufé la tele. En aquel momento comenzaban las noticias destacando la gran batalla entre Suníes y Chiitas: más muertes gratuitas y estúpidas añadidas a una guerra reciente y todavía manando sangre de su herida.
-Qué bárbaros son: parece que no han aprendido nada con todo lo que han sufrido. Pierden el tiempo matándose entre ellos y, mientras, el gobierno de EEUU frotándose las manos a sus espaldas.
-La religión es así, Magda. ¿Qué mueve al mundo, sino?
-El dinero…
-Claro: el dinero y la religión: son como hermanos siameses. A lo largo de la historia la mayor parte de los crímenes perpetrados han tenido su origen en la discrepancia al culto.
-Sea como sea, es triste. Mueren adultos y niños.
-Desde luego. La falta de cultura es un factor importante y se le añade la irracionalidad.
-Bueno… creo que a nivel mundial no se salva nadie. Ni la sabiduría de los países más elevados, evita las catástrofes humanas.
-Son demasiados los intereses que irrumpen en la resolución más adecuada. De ahí la riqueza y la pobreza. Años atrás, los propios americanos apoyaron a Sadam Hussein cuando los rusos colaboraban con Irán ¿por qué? La URS era la segunda potencia más importante y peor enemiga de los yanquis; en cambio, a partir del momento en que se puso en juego el punto fuerte que era la economía: con los pozos de petróleo kuwaitíes y tal, ellos mismos se volvieron en contra del dictador. Y al final, han conseguido derrotarlo y que la salvaje justicia de su país vaya a juzgarlo y, posiblemente a condenarlo a muerte por todos sus crímenes de los que no es el único culpable.
-Sí… qué lástima ¿verdad?
-Ya, pero es una realidad.
Se fue a su habitación y al cabo de pocos minutos apareció vestida con una graciosa prenda blanca, casi transparente y de tirantes que, más me pareció un salto de cama que un camisón.
-Te sienta divinamente…
-Gracias. Lo estreno hoy.
-¿Por mí?
-No, qué va… por mi vecino de enfrente…
-¿Qué vecino?- hice el cómico gesto de levantarme apresuradamente para dirigirme a la puerta de la calle, como si de verdad creyera en tal personaje. Ella se rió.
-Eres un payaso.
-Si te hago sonreír, no me importa lo más mínimo.
-También me haces llorar- se quedó seria y me miró con los ojos vacíos.
-Pues no es mi intención, créeme- no supe qué cara poner.
Ella cambió de expresión con suma rapidez.
-Venga… voy a preparar una buena ensalada de pasta y después te pondré a dieta con un poco de rape a la plancha y mi especial salsa verde.
-¿A dieta? ¿insinúas que me sobran quilos?
-Hombres!- miró hacia el techo y dejó ir un soplido- No te sobran quilos pero, podría decirse que las preocupaciones anidan en tu panza.
-Ésto es la curva de la felicidad, no te confundas- me acaricié la barriga tal y como haría una mujer encinta. Y pensé por inercia “menuda felicidad”.
-¿Por qué todos los hombres decís lo mismo? En teoría es a nosotras a las que nos cuesta aceptar la triste realidad.
-Algunos paleolíticos también cuidamos de nuestra estética.
Dejó ir una carcajada que llenó la vivienda:
-Resulta que eres un paleolítico… pues tienes ciertos toques de distinción que te hacen especial.
-Dispara…
Negó con la cabeza:
-Me los guardo para mí solita.
-Magda, no me hagas ésto; quiero saber cuáles son mis atributos más admirados por una dama como tú para regodearme de ellos ante tí.
-Pues, sufre porque no voy a recitártelos…vaya, tampoco creas que son tantos, eh!- adoptó una sonrisa pícara. La miré embobado. Se dirigió hasta la barra y empezó a trajinar con cacerolas y armarios.
-Pues una de tus muchas virtudes que no pasa desapercibida, es esa belleza tan “extraña” que me somete.
-¿Extraña? ¿y éso por qué?- se me quedó mirando de nuevo mientras llenaba una olla con agua caliente.
-Pues porque la tuya es una lindeza atípica. Tienes unos rasgos que te caracterizan inusualmente.
-Bueno… me lo tomaré como un cumplido.
-Nada de cumplidos, amor. Es así.
-Éso se lo dirás a todas.
-No… es que mis otras amantes son más vulgares…
Me volvió a mirar ruborizada. Cenamos perfectamente; si bien la cena era de lo más simple, tenía buen arte para cocinar. Tomamos un chupito de wisky y vimos una película de vídeo que dejamos a medias porque nuestro deseo era demasiado fuerte para no obedecerlo. Como varias otras veces, hicimos el amor: antes, mis dedos asomaron por su sexo que clamaba mi esmero y mi lengua lamió sus pezones endurecidos y poco a poco se fue deslizando hacia sus partes que fue estimulando hasta que noté como su estómago se agitaba en cortas pero seguidas convulsiones.
Después, nos quedamos estirados en la cama; yo, boca arriba con la almohada doblada bajo la cabeza y Magda con la sábana cubriéndola hasta la cadera, reposaba sobre mi pecho haciendo pequeños círculos con el dedo índice en mi piel poco poblada de bello. Yo le acariciaba el hombro, suavemente. Empezó a besarme. De pronto sonó mi móvil. Pensé que sería Julia pero al mirar el reloj en la mesilla de noche, comprobar que ya eran casi las doce y teniendo en cuenta que ya habíamos hablado por la tarde, supe que era Laura. Sin moverme, estiré el brazo y cogí el teléfono; efectivamente. Magda se incorporó e hizo ver que buscaba algo en la mesita de al lado mientras yo empezaba a hablar.
dijous, 15 de setembre del 2011
dissabte, 10 de setembre del 2011
DIARIO DE UN HOMBRE MALTRATADO
Con lentitud, me arrodillé sobre la cama y a gatas me aproximé a mi esposa. Una vez colocado encima de ella, empezó a desabotonarme la camisa; volvía a suspirar y me besaba el cuello. Con una voz suplicante me pidió que la acariciara con mis manos de cirujano: así lo hice; le levanté la ropa, se la saqué suavemente y llené mis medianas manos con sus senos que se mostraban blandos y suaves.
-Dime que me quieres…
-Te quiero, cariño…- no pude reparar en si se lo decía de corazón o sólo porque me lo pedía en ese instante.
-Oh, Jorge… te deseo tanto… sigues siendo tan atractivo- no respondí ya que sus labios me besaron y preferí no atender demasiado a sus palabras.
La desnudé del todo y entonces ella se incorporó e hizo que me estirara en su lugar de manera que volvió a sentarse sobre mis partes que casi estallaban. Como la define su carácter, también le gusta llevar la iniciativa y ser la parte dominante en nuestras pocas escenas más apasionadas. A menudo me he preguntado si con su amigo el Dr. Peralta y otros, actuará de la misma forma, aunque procuro distraer la idea ya que, paradójicamente a todo, me carcomen los celos.
Me bajó la cremallera del pantalón y esta vez fue ella la que me quitó la ropa.
Hicimos el amor y yo cedí a todo lo que quiso. No hubiera podido negarme: tampoco pretendía aventurarme a descubrir qué sucedía si no era absolutamente receptivo. Tenía demasiada experiencia acumulada a la espalda como para ponerme a jugar con fuego.
La botella de vino blanco, quedó en el refrigerador…
Aquel fin de semana es digno de ser descrito como “de ensueño”. Laura se mostró totalmente serena y próxima; no tuvimos ninguna discusión ni ella presentó brote alguno de histerismo. Llegué a preguntarme si habría iniciado algún tipo de terapia sin yo saberlo. A Julia se la veía feliz de observar la armonía entre sus padres y yo me sentía un hombre afortunado: deseaba con todas mis fuerzas que aquello no terminara. Todo se desenvolvía como en cualquier hogar alumbrado por el cariño. No obstante, por décimas de segundo, se me despertaba en la cabeza un pequeño dispositivo que gritaba: “no durará, no durará”. Cuando te encuentras metido en un sin vivir como el mío, la única cosa que de verdad importa es aprovechar el hoy sin mirar hacia el mañana: éso hice.
Pasamos el sábado vagando por Camprodón, admirando sus estrechas calles y sus hermosas y cuidadas fachadas. Caminamos bordeando el río, aspirando el perfume de las flores cercanas y escuchando el murmullo del agua. Y el domingo por la tarde, antes de volver a Matadepera y a nuestras ineludibles obligaciones, nos pasamos por casa de unos viejos amigos con los que casi me atrevería a decir, pactamos el ser vecinos antes de enfrascarnos en una segunda residencia. Fue maravilloso mientras duró.
Por más que suene rocambolesco, lo cierto es que con Laura, sentirse como “el hombre” es un lujo del que no puedo disfrutar a menudo. Para ella ni tan siquiera soy persona; no me concibe como su compañero sentimental y aliado, sino como un objeto al que golpea cuando le viene en gana, desatando sus infortunios y penalidades: como el saco con el que un boxeador entrena para, después, ganar el combate.
Así pues, inicié muy bien la semana y pareció que me hubieran puesto una inyección de adrenalina. Luego, lo que no imaginaba es que aquel mismo viernes tendría que ver llorar a Magda por mi culpa y por mi falta de atención. Se dice que no puede tenerse todo en esta vida; qué tristemente acertado.
Laura se fue el jueves de madrugada para coger el avión dirección a Madrid y yo, más tarde me dirigí al hospital, en cierto modo apenado por su marcha y por otro lado, contento de saberme libre. Se lo comuniqué a Magda el lunes a primera hora de la mañana para que supiera de mi interés. Al principio se mostró algo remisa a hablarme y a mirarme pero con su naturaleza vivaz, poco le duró la apatía. Se solventó fácilmente con unas cuantas de mis bromas recurrentes desmereciendo mi propia inteligencia y capacidades, delante de todos. La verdad es que tengo gracia para la mofa; especialmente de mí mismo y la gente acostumbra a reírse con gusto; éso es sano. Al menos para los demás, resulta beneficioso.
Pero a quien de veras quería ver sonreír era a Magda y me sentí bien al conseguir mi meta. No le pasó desapercibido, ni mucho menos, que había emprendido la semana con buen humor.
-Veo que el fin de semana te ha sentado estupendamente.
-Bueno, no gran cosa… básicamente, tranquilidad. Mucha caminata y aire renovador.
-¿Solo o en compañía?- la observé de reojo: ella no me miraba. Estábamos en la sala de reuniones para discutir y decidir con otros médicos y enfermeras, entre otros asuntos, cómo resolver el caso de una chica a la que no sabíamos si poner un marcapasos o un DAI ( desfibrilador automático implantable ) porque presentaba un cuadro algo confuso. Estaba sentado en mi silla, recogiendo un montón de papeles que, dada mi torpeza habitual, se me habían esparcido por encima de la mesa justo al sentarme. Ella me ayudaba, de pie a mi lado.
-Solo- mentí. Era la respuesta que ella estaba esperando- ¿Y a tí qué tal te ha ido el fin de semana?.
-Bien: lo he pasado con mis padres y los niños en St. Pol. Disfrutan de lo lindo, allí.
-Todos los críos adoran la playa.
-Sí… ya… pero ellos lo pasan bien porque con sus abuelos hacen lo que les place sin recibir las reprimendas de mamá- me miró con su acostumbrada calidez.
-Aahh… claro- levanté el mentón exageradamente. Fue entonces cuando le comenté que Laura se iba aquella semana.
-¿Sí? ¿y cómo es éso?
-Se va a Madrid y no vuelve hasta el sábado.
-Es posible que tenga ganas de verte pero he de mirar mi agenda- me guiñó el ojo. Tenía todos los folios en orden. Se sentó a mi lado y el Dr. Bartolomeu, que se paseaba por el hospital de tanto en tanto y que, aunque jubilado, todavía tenía gran influencia, inició la reunión.
-Dime que me quieres…
-Te quiero, cariño…- no pude reparar en si se lo decía de corazón o sólo porque me lo pedía en ese instante.
-Oh, Jorge… te deseo tanto… sigues siendo tan atractivo- no respondí ya que sus labios me besaron y preferí no atender demasiado a sus palabras.
La desnudé del todo y entonces ella se incorporó e hizo que me estirara en su lugar de manera que volvió a sentarse sobre mis partes que casi estallaban. Como la define su carácter, también le gusta llevar la iniciativa y ser la parte dominante en nuestras pocas escenas más apasionadas. A menudo me he preguntado si con su amigo el Dr. Peralta y otros, actuará de la misma forma, aunque procuro distraer la idea ya que, paradójicamente a todo, me carcomen los celos.
Me bajó la cremallera del pantalón y esta vez fue ella la que me quitó la ropa.
Hicimos el amor y yo cedí a todo lo que quiso. No hubiera podido negarme: tampoco pretendía aventurarme a descubrir qué sucedía si no era absolutamente receptivo. Tenía demasiada experiencia acumulada a la espalda como para ponerme a jugar con fuego.
La botella de vino blanco, quedó en el refrigerador…
Aquel fin de semana es digno de ser descrito como “de ensueño”. Laura se mostró totalmente serena y próxima; no tuvimos ninguna discusión ni ella presentó brote alguno de histerismo. Llegué a preguntarme si habría iniciado algún tipo de terapia sin yo saberlo. A Julia se la veía feliz de observar la armonía entre sus padres y yo me sentía un hombre afortunado: deseaba con todas mis fuerzas que aquello no terminara. Todo se desenvolvía como en cualquier hogar alumbrado por el cariño. No obstante, por décimas de segundo, se me despertaba en la cabeza un pequeño dispositivo que gritaba: “no durará, no durará”. Cuando te encuentras metido en un sin vivir como el mío, la única cosa que de verdad importa es aprovechar el hoy sin mirar hacia el mañana: éso hice.
Pasamos el sábado vagando por Camprodón, admirando sus estrechas calles y sus hermosas y cuidadas fachadas. Caminamos bordeando el río, aspirando el perfume de las flores cercanas y escuchando el murmullo del agua. Y el domingo por la tarde, antes de volver a Matadepera y a nuestras ineludibles obligaciones, nos pasamos por casa de unos viejos amigos con los que casi me atrevería a decir, pactamos el ser vecinos antes de enfrascarnos en una segunda residencia. Fue maravilloso mientras duró.
Por más que suene rocambolesco, lo cierto es que con Laura, sentirse como “el hombre” es un lujo del que no puedo disfrutar a menudo. Para ella ni tan siquiera soy persona; no me concibe como su compañero sentimental y aliado, sino como un objeto al que golpea cuando le viene en gana, desatando sus infortunios y penalidades: como el saco con el que un boxeador entrena para, después, ganar el combate.
Así pues, inicié muy bien la semana y pareció que me hubieran puesto una inyección de adrenalina. Luego, lo que no imaginaba es que aquel mismo viernes tendría que ver llorar a Magda por mi culpa y por mi falta de atención. Se dice que no puede tenerse todo en esta vida; qué tristemente acertado.
Laura se fue el jueves de madrugada para coger el avión dirección a Madrid y yo, más tarde me dirigí al hospital, en cierto modo apenado por su marcha y por otro lado, contento de saberme libre. Se lo comuniqué a Magda el lunes a primera hora de la mañana para que supiera de mi interés. Al principio se mostró algo remisa a hablarme y a mirarme pero con su naturaleza vivaz, poco le duró la apatía. Se solventó fácilmente con unas cuantas de mis bromas recurrentes desmereciendo mi propia inteligencia y capacidades, delante de todos. La verdad es que tengo gracia para la mofa; especialmente de mí mismo y la gente acostumbra a reírse con gusto; éso es sano. Al menos para los demás, resulta beneficioso.
Pero a quien de veras quería ver sonreír era a Magda y me sentí bien al conseguir mi meta. No le pasó desapercibido, ni mucho menos, que había emprendido la semana con buen humor.
-Veo que el fin de semana te ha sentado estupendamente.
-Bueno, no gran cosa… básicamente, tranquilidad. Mucha caminata y aire renovador.
-¿Solo o en compañía?- la observé de reojo: ella no me miraba. Estábamos en la sala de reuniones para discutir y decidir con otros médicos y enfermeras, entre otros asuntos, cómo resolver el caso de una chica a la que no sabíamos si poner un marcapasos o un DAI ( desfibrilador automático implantable ) porque presentaba un cuadro algo confuso. Estaba sentado en mi silla, recogiendo un montón de papeles que, dada mi torpeza habitual, se me habían esparcido por encima de la mesa justo al sentarme. Ella me ayudaba, de pie a mi lado.
-Solo- mentí. Era la respuesta que ella estaba esperando- ¿Y a tí qué tal te ha ido el fin de semana?.
-Bien: lo he pasado con mis padres y los niños en St. Pol. Disfrutan de lo lindo, allí.
-Todos los críos adoran la playa.
-Sí… ya… pero ellos lo pasan bien porque con sus abuelos hacen lo que les place sin recibir las reprimendas de mamá- me miró con su acostumbrada calidez.
-Aahh… claro- levanté el mentón exageradamente. Fue entonces cuando le comenté que Laura se iba aquella semana.
-¿Sí? ¿y cómo es éso?
-Se va a Madrid y no vuelve hasta el sábado.
-Es posible que tenga ganas de verte pero he de mirar mi agenda- me guiñó el ojo. Tenía todos los folios en orden. Se sentó a mi lado y el Dr. Bartolomeu, que se paseaba por el hospital de tanto en tanto y que, aunque jubilado, todavía tenía gran influencia, inició la reunión.
diumenge, 4 de setembre del 2011
DIARIO DE UN HOMBRE MALTRATADO
Se mostró extrañamente amable y cordial conmigo. Sólo me cabía imaginar que el día le había resultado agradable, yo había aparecido en su pensamiento y, por el motivo que fuese, necesitaba estar a mi lado. No hablamos demasiado pero por poco que lo hicimos fue ella la que me estuvo explicando su deambular por psiquiatría aquella mañana y también me comunicó que a la semana siguiente tenía un congreso en Madrid: que iría el jueves y volvería el sábado hacia el mediodía. Me alegré y de nuevo pensé en Magda a la que podría compensar, después de todo. Teniendo en cuenta que pasamos la mayor parte de los días de la semana juntos como si estuviéramos pegados a fuego, la realidad es que eran pocas las ocasiones en las que nos veíamos extraordinariamente y siempre estábamos deseosos de comernos a besos. Cuando podíamos, nos metíamos en mi despacho con el pretexto de comentar algún caso o informe y aprovechábamos para acariciarnos, no sin cierto temor a ser sorprendidos. En otras ocasiones, cuando terminábamos una última intervención, ella se entretenía más que los demás en recoger o hablando amigablemente con el paciente, todavía asustado, mientras yo me quedaba a charlar en la sala. Al irse todos, Magda entraba y yo la miraba fijamente; se me acercaba, la cogía por la cintura y me dejaba llevar con cuidado.
Cuando terminamos de comer Laura y yo, sin encontrarnos con nadie, puesto que los viernes el local está poco solicitado, nos dirigimos al parking del hospital y cogimos nuestros respectivos coches. Prefería seguirme durante el viaje de ida por las mañanas y, por supuesto, igualmente me siguió en nuestra marcha de vuelta. Convenimos que yo recogería a la niña en tanto que ella ordenaba cuatro cosas en casa antes de partir hacia Camprodón.
Pese a todo, me gustaba la idea de pasar el fin de semana en la paz de la montaña gerundense. Hace algunos largos años que compramos la torre. Una vez, estando Laura embarazada, pasamos tres o cuatro días hospedados en este bonito pueblo y nos cautivó de modo que, tiempo después estuvimos tanteando la posibilidad de hacernos con una propiedad y así fue. Es positivo para todos: para nuestra hija porque tiene un grupo de amistades con las que se lo pasa en grande y para Laura y para mí porque respiramos aire fresco que, aún así, no me exime de las confrontaciones que igualmente se producen.
Llegamos hacia las diez de la noche; aunque el calor en la ciudad empezaba a dar señales de un verano crudo, allí nos encontrábamos a una buena temperatura. Preparamos una apetitosa cena y, casi de inmediato, Julia salió en busca de los suyos. En Matadepera tiene cierta libertad de movimiento pero ella es perfectamente consciente de que debe cumplir con una disciplina si sabe lo que le conviene; sin embargo en Camprodón, casi puede decirse que no tiene franja horaria aunque es bastante responsable y nunca la hemos tenido que poner sobre aviso.
Entre Laura y yo recogimos la mesa y mientras ella llenaba el lavavajillas, aproveché para subir al estudio, que es mi refugio más preciado, donde paso largas horas meditando, corrigiendo artículos, preparando mis trabajos, leyendo o escuchando música en el equipo. Estuve allí hasta la una de la madrugada y entonces oí los pasos de Laura sobre las escaleras de madera. Apareció por la pequeña puertecilla contra la que, dada mi gran estatura y por contra, su baja altura, me había pegado varios golpes en la cabeza al entrar y al salir; sobretodo cuando todavía no conocía demasiado la estancia.
Llevaba puesto un camisón de seda, lila; entallado, muy escotado y corto que dejaba ver sus largas piernas. Tenía el cabello suelto a la altura de los hombros y destellaba bajo la cálida luz artificial de la sala.
Me miró y sus ojos se habían teñido de un color violeta al reflejo de la tela. Bajo ésta se insinuaban sus pechos y destacaban los pezones que levantaban un poco la prenda. Era toda una hermosura y ella lo sabía. Se me acercó a paso lento, arrastrando sus pies desnudos. Hasta ese momento yo había estado pensando en Magda una vez más pero la visión de Laura frente a mí, desvió mi mente de sus persona, automáticamente; era evidente que mi mujer tenía poderes hipnóticos sobre mi ser que nadie más alcanzaría a poseer. Cuando estuvo tan cerca que sus rodillas me rozaron, abrió las piernas y se me sentó encima a horcajadas; pude verle las bragas a conjunto con el camisón y la imagen me puso nervioso de golpe. Me pasó los brazos alrededor del cuello y empezó a acariciarme la nuca, subiendo los dedos por mi cabello. Me susurró al oído:
-¿No vienes a la cama?
En mi estado catatónico sólo se me ocurrió preguntar si Julia había llegado ya.
-Nooo…- sonrió- parece mentira que no la conozcas; no aparecerá por casa hasta las cuatro de la madrugada. Carlos está en el pueblo…- es un chico de la edad de Julia; se llevan algo más que bien. Es un buen muchacho. Sus padres también tienen una torre cercana a la nuestra; los dos son abogados criminalistas y el chaval disfruta narrando los casos más escabrosos con los que se han encontrado a lo largo de su profesión y, ya de paso, se convierte en el centro de atención; sobretodo para mi hija. Me cae bien pero, sinceramente y bajo mi egoísmo paternal, me satisface que no viva en Matadepera. La idea de que Julia tenga novio a sus dieciséis años no me tienta demasiado aunque por descontado, yo quedaré al margen cuando ella se decida a dar el paso; y, francamente, mi poca picardía no me permite deducir que a lo mejor, mi niña ya no es tan cría… mas intuyo que todavía es muy frágil- Podemos coger una botella de vino blanco, acostarnos y… bueno… ya veremos qué sucede después ¿no te parece?.
Sentía su dulce aliento sobre la frente y bajo mi barbilla temblaban sus senos mientras hablaba murmurando. Mis manos se movieron solas por arte de magia y empecé a acariciarle la espalda con una en tanto que la otra se deslizaba por su cintura hacia los glúteos que tenía sobre mis piernas. Escuché un leve gemido salir de sus labios y mis partes bajas reaccionaron de inmediato.
Se levantó y me estiró del brazo ligeramente y, tal y como si yo no tuviera voluntad ( que, verdaderamente no la tenía ), me llevó, guiándome por las escaleras, hasta la primera planta y llegando a nuestra habitación, forrada de madera clara. Se dejó caer en la gran cama y la fina camisola le subió hasta la parte superior de los muslos. Separó, casi imperceptiblemente las piernas en un gesto que interpreté provocativo mientras dejaba un brazo estirado junto a su cuerpo y levantaba el otro para dejarlo medio doblado reposando la cabeza sobre la palma de su mano. Respiraba con fuerza, de modo que ahora sus pechos subían y bajaban con cierta furia… con el dedo índice de la mano que reposaba encima del lecho, me hizo una seña para que me acercara a ella. Yo, vestía unos finos pantalones de lino y se me abultaba notablemente el pene que pugnaba por encontrar su hueco. A estas alturas, tal y como ya he dicho, no acostumbro a sentirme demasiado estimulado para practicar el sexo con Laura pero aquella noche era tan sublime su belleza; esa mirada penetrante, los labios húmedos, su piel tan fina… que mi cuerpo actuó por cuenta propia sin preguntarme si quiera.
Cuando terminamos de comer Laura y yo, sin encontrarnos con nadie, puesto que los viernes el local está poco solicitado, nos dirigimos al parking del hospital y cogimos nuestros respectivos coches. Prefería seguirme durante el viaje de ida por las mañanas y, por supuesto, igualmente me siguió en nuestra marcha de vuelta. Convenimos que yo recogería a la niña en tanto que ella ordenaba cuatro cosas en casa antes de partir hacia Camprodón.
Pese a todo, me gustaba la idea de pasar el fin de semana en la paz de la montaña gerundense. Hace algunos largos años que compramos la torre. Una vez, estando Laura embarazada, pasamos tres o cuatro días hospedados en este bonito pueblo y nos cautivó de modo que, tiempo después estuvimos tanteando la posibilidad de hacernos con una propiedad y así fue. Es positivo para todos: para nuestra hija porque tiene un grupo de amistades con las que se lo pasa en grande y para Laura y para mí porque respiramos aire fresco que, aún así, no me exime de las confrontaciones que igualmente se producen.
Llegamos hacia las diez de la noche; aunque el calor en la ciudad empezaba a dar señales de un verano crudo, allí nos encontrábamos a una buena temperatura. Preparamos una apetitosa cena y, casi de inmediato, Julia salió en busca de los suyos. En Matadepera tiene cierta libertad de movimiento pero ella es perfectamente consciente de que debe cumplir con una disciplina si sabe lo que le conviene; sin embargo en Camprodón, casi puede decirse que no tiene franja horaria aunque es bastante responsable y nunca la hemos tenido que poner sobre aviso.
Entre Laura y yo recogimos la mesa y mientras ella llenaba el lavavajillas, aproveché para subir al estudio, que es mi refugio más preciado, donde paso largas horas meditando, corrigiendo artículos, preparando mis trabajos, leyendo o escuchando música en el equipo. Estuve allí hasta la una de la madrugada y entonces oí los pasos de Laura sobre las escaleras de madera. Apareció por la pequeña puertecilla contra la que, dada mi gran estatura y por contra, su baja altura, me había pegado varios golpes en la cabeza al entrar y al salir; sobretodo cuando todavía no conocía demasiado la estancia.
Llevaba puesto un camisón de seda, lila; entallado, muy escotado y corto que dejaba ver sus largas piernas. Tenía el cabello suelto a la altura de los hombros y destellaba bajo la cálida luz artificial de la sala.
Me miró y sus ojos se habían teñido de un color violeta al reflejo de la tela. Bajo ésta se insinuaban sus pechos y destacaban los pezones que levantaban un poco la prenda. Era toda una hermosura y ella lo sabía. Se me acercó a paso lento, arrastrando sus pies desnudos. Hasta ese momento yo había estado pensando en Magda una vez más pero la visión de Laura frente a mí, desvió mi mente de sus persona, automáticamente; era evidente que mi mujer tenía poderes hipnóticos sobre mi ser que nadie más alcanzaría a poseer. Cuando estuvo tan cerca que sus rodillas me rozaron, abrió las piernas y se me sentó encima a horcajadas; pude verle las bragas a conjunto con el camisón y la imagen me puso nervioso de golpe. Me pasó los brazos alrededor del cuello y empezó a acariciarme la nuca, subiendo los dedos por mi cabello. Me susurró al oído:
-¿No vienes a la cama?
En mi estado catatónico sólo se me ocurrió preguntar si Julia había llegado ya.
-Nooo…- sonrió- parece mentira que no la conozcas; no aparecerá por casa hasta las cuatro de la madrugada. Carlos está en el pueblo…- es un chico de la edad de Julia; se llevan algo más que bien. Es un buen muchacho. Sus padres también tienen una torre cercana a la nuestra; los dos son abogados criminalistas y el chaval disfruta narrando los casos más escabrosos con los que se han encontrado a lo largo de su profesión y, ya de paso, se convierte en el centro de atención; sobretodo para mi hija. Me cae bien pero, sinceramente y bajo mi egoísmo paternal, me satisface que no viva en Matadepera. La idea de que Julia tenga novio a sus dieciséis años no me tienta demasiado aunque por descontado, yo quedaré al margen cuando ella se decida a dar el paso; y, francamente, mi poca picardía no me permite deducir que a lo mejor, mi niña ya no es tan cría… mas intuyo que todavía es muy frágil- Podemos coger una botella de vino blanco, acostarnos y… bueno… ya veremos qué sucede después ¿no te parece?.
Sentía su dulce aliento sobre la frente y bajo mi barbilla temblaban sus senos mientras hablaba murmurando. Mis manos se movieron solas por arte de magia y empecé a acariciarle la espalda con una en tanto que la otra se deslizaba por su cintura hacia los glúteos que tenía sobre mis piernas. Escuché un leve gemido salir de sus labios y mis partes bajas reaccionaron de inmediato.
Se levantó y me estiró del brazo ligeramente y, tal y como si yo no tuviera voluntad ( que, verdaderamente no la tenía ), me llevó, guiándome por las escaleras, hasta la primera planta y llegando a nuestra habitación, forrada de madera clara. Se dejó caer en la gran cama y la fina camisola le subió hasta la parte superior de los muslos. Separó, casi imperceptiblemente las piernas en un gesto que interpreté provocativo mientras dejaba un brazo estirado junto a su cuerpo y levantaba el otro para dejarlo medio doblado reposando la cabeza sobre la palma de su mano. Respiraba con fuerza, de modo que ahora sus pechos subían y bajaban con cierta furia… con el dedo índice de la mano que reposaba encima del lecho, me hizo una seña para que me acercara a ella. Yo, vestía unos finos pantalones de lino y se me abultaba notablemente el pene que pugnaba por encontrar su hueco. A estas alturas, tal y como ya he dicho, no acostumbro a sentirme demasiado estimulado para practicar el sexo con Laura pero aquella noche era tan sublime su belleza; esa mirada penetrante, los labios húmedos, su piel tan fina… que mi cuerpo actuó por cuenta propia sin preguntarme si quiera.
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