diumenge, 2 de gener del 2011

DIARIO DE UN HOMBRE MALTRATADO

Cuándo empezó todo no sabría decirlo… fue algo progresivo. Supongo que, debido a mi poca vista y, graciosamente falta de psicología, me pasaron por alto todos aquellos pequeños detalles que me hubieran alertado de lo que podía acontecer en un futuro.
Al principio era inmejorable. Cuando nos conocimos, como ya he explicado antes, encajamos a la perfección. Éramos muy jóvenes aunque tampoco lo suficiente como para no ser conscientes de lo que nos envolvía en la vida. Laura provenía de una familia acaudalada; su padre había remontado un antiguo negocio del abuelo que, con gran olfato y astucia había sabido alzar paulatinamente hasta convertirlo en una gran sociedad de la que él era la cúspide, más adelante junto a su primogénito; José, que tras la muerte de su progenitor había cogido las riendas de la empresa con tan buena mano como su antecesor. A Laura todo lo que su padre y hermano hicieran la traía sin cuidado; era una sublevada que llevaba la contraria constantemente a papá y éste se devanaba los sesos por conseguir que su única hija cumpliera con los requisitos propios de una chica bien. Laura hablaba con una sonrisa de oreja a oreja, acerca de las antiguas cenas y comilonas que se organizaban en su gran caserío, allá por la zona alta de la ciudad, adonde acudían a menudo algunos de los socios de su padre, acompañados de sus recatadas y pánfilas mujeres, normalmente sin la presencia de los hijos que acostumbraban a resultar una lata en ese tipo de eventos. Le encantaba recordar cuando ella aparecía por la casa con sus tejanos acampanados y sus grandes blusas de seda perforadas por delante, provocando la visión de sus jóvenes pechos quinceañeros, altanos y suaves, incitando a los hombres a mirarlos de soslayo mientras las damas la observaban con aire ruborizado en el rostro. Su padre se ponía rojo de ira y de vergüenza, la llamaba a un rincón y la obligaba a cambiar su vestimenta indecorosa a lo cual Laura se negaba rotundamente y lo amenazaba con abandonar el hogar si él no cedía a su libertad. Al fin y al cabo, corrían los años setenta; época de rebeldía y de juventud progre.
Eran muchas las anécdotas que me contaba en las tardes que no teníamos clase y paseábamos juntos, cogidos de la mano y besándonos cada tres pasos. Resultaba realmente divertida y me volvía loco con sólo escuchar su dulce voz, ni fina ni demasiado grave: el tono perfecto en la mujer perfecta.

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