Una de esas tardes, caí en la cuenta de que casi no me había explicado nada acerca de su madre:
-Laura… ¿y tu madre?... nunca me hablas de ella. ¿Cómo es? ¿Igual de bonita que tú? Aunque lo veo difícil, la verdad…- me di cuenta de que sus facciones se contraían y de pronto observé con desagrado que me había metido en terreno pantanoso.
-¿Mi madre? ¿Qué quieres que te cuente, Jorge?... Con papá no me llevo bien pero casi me atrevería a decir que mejor que con ella. Vive en casa como si fuera una sombra; siempre al acecho de lo que mi padre hace o deja de hacer. No suele tener opinión sobre nada; ni un sí ni un no… sólo un “lo que tú quieras, cariño”… sinceramente, no me extraña que mi padre se acueste con otras mujeres…creo que la suya es aborrecible.
-Caramba… tampoco seas tan dura con ella: a fin de cuentas es tu madre.
-Bueno, éso no implica que deba decir todo aquello que alguien espera que una hija cuente acerca de su madre. Existen muchas personas y cada cual, distinta; muchas madres; algunas, mejores que otras; podría decirse que la mía, pasa sin pena ni gloria.
Escuché callado y no pregunté más: desde luego me quedó claro que, por el motivo que fuera a Laura su madre le resultaba, en cierto modo, despreciable; tampoco le di mayor importancia: aunque pude detectar en su mirada sombría una cierta llama de resentimiento.
Durante el primer año todo fue maravilloso; estudiábamos y nos veíamos; ella absorbida y entusiasmada en su mundo de la mente inescrutable y yo, ensimismado en el mundo del corazón y de sus enfermedades más terribles. Intercambiábamos opiniones y a veces discutíamos por las diferencias de base en su forma de enfocar las cosas y la mía. Una noche que habíamos salido a tomar algo por ahí, sentados en un banco y hablando sobre las divergencias entre hombre y mujer, mientras yo me defendía de sus acusaciones, me chilló acaloradamente:
-Es que todos los hombres sois igual, Jorge! No tenéis en la sesera más que ese instinto primitivo y predominante que la naturaleza os otorgó en la edad de piedra. No habéis progresado en vuestros andares a lo largo de todos estos miles de años: seguís creyendo que sois el sexo fuerte sólo por tener la masa muscular más desarrollada que el propio cerebro; os disfrazáis con vuestra aparente fortaleza y luego a la hora de la verdad, os amedrentáis por cualquier estupidez que se os escapa de las manos: perdéis el control absoluto cuando las cosas no funcionan tal y como habíais planeado y creíais dominar… sois absurdos y frívolos!!- de pronto sus ojos se llenaron de lágrimas y no supe más que abrazarla. No le pregunté nada y ella misma me contó que aquella tarde había discutido con su padre por el tema perpetuo: disconformidad con todo lo que ella quisiera hacer; no tenía suficiente con que estuviera estudiando la carrera de psiquiatría; para él, tratar con locos era, literalmente, acabar como ellos: encerrado en una sala acolchada con una camisa de fuerza. Imaginé que la bronca había sido fuerte por tal y como rompía en llantos puesto que Laura no había sollozado delante de mí ni una sola vez.- Es increíble que no comprenda que no todo se reduce a su pequeño mundo cuadriculado. ¿Qué quería que estudiara: derecho? ¿Tanto le cuesta asumir que cada uno es independiente y que llega un momento en la vida de todos en el que se escoge la opción que más interesa a cada cual, según el propio criterio personal? No soy ninguna niña; tengo casi veinticuatro años y creo que no tengo por qué dar explicaciones de lo que deseo o de lo que no, ni tampoco de con quién me acuesto, dónde, cuándo, si él es estudiante o albañil! Mira a José; cumpliendo los designios de mi padre como un tonto: a su día y hora… esto no va así; la vida no funciona de este modo… ¿no crees, Jorge?.
-Bueno, cariño; no le hagas demasiado caso; lo mejor es que para olvidar roces me presentes a tus padres y, si en parte, la disputa que habéis tenido ha sido por mi causa, al conocerme y saber que algún día seré cardiólogo, consigo reblandecer algo su corazón… ¿qué te parece?- Laura me miró con una lágrima en la mejilla que resbalaba lentamente; sus ojos hermosos dibujaron una clara conformidad y me besó… y aquella noche el sexo volvió a formar parte de nuestra velada, una vez más.
dissabte, 8 de gener del 2011
diumenge, 2 de gener del 2011
DIARIO DE UN HOMBRE MALTRATADO
Cuándo empezó todo no sabría decirlo… fue algo progresivo. Supongo que, debido a mi poca vista y, graciosamente falta de psicología, me pasaron por alto todos aquellos pequeños detalles que me hubieran alertado de lo que podía acontecer en un futuro.
Al principio era inmejorable. Cuando nos conocimos, como ya he explicado antes, encajamos a la perfección. Éramos muy jóvenes aunque tampoco lo suficiente como para no ser conscientes de lo que nos envolvía en la vida. Laura provenía de una familia acaudalada; su padre había remontado un antiguo negocio del abuelo que, con gran olfato y astucia había sabido alzar paulatinamente hasta convertirlo en una gran sociedad de la que él era la cúspide, más adelante junto a su primogénito; José, que tras la muerte de su progenitor había cogido las riendas de la empresa con tan buena mano como su antecesor. A Laura todo lo que su padre y hermano hicieran la traía sin cuidado; era una sublevada que llevaba la contraria constantemente a papá y éste se devanaba los sesos por conseguir que su única hija cumpliera con los requisitos propios de una chica bien. Laura hablaba con una sonrisa de oreja a oreja, acerca de las antiguas cenas y comilonas que se organizaban en su gran caserío, allá por la zona alta de la ciudad, adonde acudían a menudo algunos de los socios de su padre, acompañados de sus recatadas y pánfilas mujeres, normalmente sin la presencia de los hijos que acostumbraban a resultar una lata en ese tipo de eventos. Le encantaba recordar cuando ella aparecía por la casa con sus tejanos acampanados y sus grandes blusas de seda perforadas por delante, provocando la visión de sus jóvenes pechos quinceañeros, altanos y suaves, incitando a los hombres a mirarlos de soslayo mientras las damas la observaban con aire ruborizado en el rostro. Su padre se ponía rojo de ira y de vergüenza, la llamaba a un rincón y la obligaba a cambiar su vestimenta indecorosa a lo cual Laura se negaba rotundamente y lo amenazaba con abandonar el hogar si él no cedía a su libertad. Al fin y al cabo, corrían los años setenta; época de rebeldía y de juventud progre.
Eran muchas las anécdotas que me contaba en las tardes que no teníamos clase y paseábamos juntos, cogidos de la mano y besándonos cada tres pasos. Resultaba realmente divertida y me volvía loco con sólo escuchar su dulce voz, ni fina ni demasiado grave: el tono perfecto en la mujer perfecta.
Al principio era inmejorable. Cuando nos conocimos, como ya he explicado antes, encajamos a la perfección. Éramos muy jóvenes aunque tampoco lo suficiente como para no ser conscientes de lo que nos envolvía en la vida. Laura provenía de una familia acaudalada; su padre había remontado un antiguo negocio del abuelo que, con gran olfato y astucia había sabido alzar paulatinamente hasta convertirlo en una gran sociedad de la que él era la cúspide, más adelante junto a su primogénito; José, que tras la muerte de su progenitor había cogido las riendas de la empresa con tan buena mano como su antecesor. A Laura todo lo que su padre y hermano hicieran la traía sin cuidado; era una sublevada que llevaba la contraria constantemente a papá y éste se devanaba los sesos por conseguir que su única hija cumpliera con los requisitos propios de una chica bien. Laura hablaba con una sonrisa de oreja a oreja, acerca de las antiguas cenas y comilonas que se organizaban en su gran caserío, allá por la zona alta de la ciudad, adonde acudían a menudo algunos de los socios de su padre, acompañados de sus recatadas y pánfilas mujeres, normalmente sin la presencia de los hijos que acostumbraban a resultar una lata en ese tipo de eventos. Le encantaba recordar cuando ella aparecía por la casa con sus tejanos acampanados y sus grandes blusas de seda perforadas por delante, provocando la visión de sus jóvenes pechos quinceañeros, altanos y suaves, incitando a los hombres a mirarlos de soslayo mientras las damas la observaban con aire ruborizado en el rostro. Su padre se ponía rojo de ira y de vergüenza, la llamaba a un rincón y la obligaba a cambiar su vestimenta indecorosa a lo cual Laura se negaba rotundamente y lo amenazaba con abandonar el hogar si él no cedía a su libertad. Al fin y al cabo, corrían los años setenta; época de rebeldía y de juventud progre.
Eran muchas las anécdotas que me contaba en las tardes que no teníamos clase y paseábamos juntos, cogidos de la mano y besándonos cada tres pasos. Resultaba realmente divertida y me volvía loco con sólo escuchar su dulce voz, ni fina ni demasiado grave: el tono perfecto en la mujer perfecta.
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