Cuando llegué a casa eran las tres de la madrugada. Durante el camino de vuelta, empecé a inquietarme temiendo que Laura estuviera despierta y captara en mí aquello que realmente había sucedido inevitablemente. Pero al bajar por la cuesta de mi calle, observé con alivio que las luces de la vivienda estaban apagadas.
Entré con sigilo y subí las escaleras, agradecido de que todo estuviera en la paz de la noche. Pasé al dormitorio y percibí, suave y serena, la respiración de ella en nuestra cama. Como teníamos la calefacción encendida, no necesitábamos dormir demasiado abrigados de modo que Laura sólo llevaba la prenda interior de abajo. Estaba medio destapada y a la luz de la luna que se adentraba por la ventana en un cielo ya despejado, me quedé admirando su perfección, anonadado y abrumado por la excitación que volvía a conmover mi sexo a la vez que extrañado y aburrido de no aprender la lección. Pero era tan sumamente agraciada que no le podía sacar la vista de encima. Todavía sentía el contacto cálido de Magda; sus manos acariciando mi pecho, sus labios besando los míos, su lengua en mi boca… aún me sentía dentro de ella.
Reaccioné de pronto y experimenté el temor de que Laura pudiera percatarse del aroma de otra mujer en mis ropas e incluso en mi piel, de modo que me apresuré en darme una ducha en el baño de la planta baja y dejar las prendas en el cubo de la ropa sucia para que a la mañana siguiente, Sonia las pusiera a lavar.
Finalmente me metí en la cama y miré largo rato a mi esposa: en su sueño se la veía tan feliz y despreocupada con una expresión calmosa y quieta… sentí lástima y arrepentimiento por lo que había hecho y, en silencio, le pedí disculpas aunque era muy sensato y sabía que no iba a ser la primera y última vez. Magda estaría a mi lado dos días después y al siguiente y al otro y así no lograría olvidar lo sucedido y volveríamos a tropezar de nuevo y pese a que en aquellos instantes no me sentía especialmente orgulloso a la vez era consciente de que a la que Laura se mostrara opresora y cruel conmigo, ya no me importaría haber caído en la tentación. Ella también vivía sus historias. No obstante, sí que había una persona en nuestras vidas a la que debíamos pedir perdón; y esa era Julia.
Es una niña muy afectuosa: supongo que no puedo evitar mi amor de padre hacia ella de manera que debo decir que es un encanto de criatura; a parte de que es guapísima y de que tiene una inteligencia y una madurez visiblemente despiertas para su edad, es receptiva y sensible: esto último, un defecto teniendo en cuenta la triste vida familiar que le ha tocado aceptar tanto a gusto como a disgusto. Sí es verdad que, pese a todo, su madre y yo siempre hemos intentado darle el apoyo y el cariño que cualquier hijo necesita pero, al menos yo por mi parte, me siento frustrado por no haberle evitado algunas trifulcas: unas cuantas han sido demasiado fuertes para ella y después de que Laura me hubiese rebajado al nivel del suelo, corría hacia su cuarto donde hallaba a Julia tirada en la cama llorando bajo la almohada. Laura tiene por costumbre salir de casa cuando se descarga conmigo; dejarnos a su hija y a mí y volver al cabo de un par de horas en las que nunca he tenido ni idea de lo que hacía; imagino que pensar y darle vueltas a su cabeza maltrecha y fatigada mientras se pasea por el pueblo; a veces va caminando y otras coge el coche, lo cual me hace sufrir ya que temo que el día menos pensado se estrelle en un ataque de furia; y, en los peores de mis lapsos también he llegado a pensar que para mí, sería lo mejor.
Recuerdo un día en el que Laura se enfadó porque había hablado por teléfono con Mónica, una buena amiga suya de la facultad y había quedado para comer con ella y con su marido sin su consentimiento ni opinión. Pensé que la idea le encantaría pero una vez más, me equivoqué; su mente es tan peligrosa que uno no puede ni permitirse el lujo de decidir algo tan sencillo sin previo aviso. Montó en una cólera tan extrema que incluso Julia bajó consternada, excitada y chillando y con un mar de lágrimas en los ojos le gritó que se callara y que me dejara en paz. Y Laura obedeció: la miró con angustia, después me miró a mí con desdén y se marchó.
Me quedé frente a mi hija que no sabía cómo actuar; en realidad yo tampoco encontraba las palabras justas para tranquilizarla. Doy gracias una y otra vez de que ella no acostumbre por norma a encontrarse en medio de los huracanes. Aquel día no tuvo tanta suerte.
Volvió a subir las escaleras y cerró la puerta con un gran estruendo. Tras ella, subí yo. Estaba en la cama, tendida boca abajo, sollozando:
-Julia, mi vida…
-Déjame- me cortó en voz baja. No entendí. Me quedé allí, mirándola desesperado. Ella se giró hacia mí- ¿Por qué dejas que mamá te haga ésto? ¿por qué permites que te trate así? La detesto!!.
-Julia, no… mamá está enferma; no actúa así por placer: necesita ayuda pero no se da cuenta.
-¿Y éso es excusa para hablarte del modo en que lo hace, para gritarte? Pues no lo acepto- volvió a sollozar. Me acerqué a su cama y me senté junto a ella. Le acaricié el cabello tan rubio como yo sabía que Laura lo había tenido a su misma edad.
-Cariño, no estoy diciendo que sea excusable por ello pero debemos mirar de ayudarla en lo máximo posible.
-¿Y cómo la ayudas tú, papá? ¿dejándote pisotear por ella?... ¿y yo: cómo debo ayudarla, eh? ¿cómo?- realmente no sabía qué decir; igual que cada vez que sufría el menosprecio de mi mujer, era tan vulnerable que después, durante largo rato, estaba ausente; falto de reflejos y de perspicacia- Ésto no le pasa a ninguna de mis amigas. Los padres de Marta se llevan muy bien: se nota porque constantemente se sonríen y se besan. Mamá y tú nunca os abrazáis; siempre estáis distanciados: cada uno a la suya… estoy harta!- tenía tanta razón y lo decía con tanta tristeza y convicción que me vinieron ganas de echarme a llorar con ella. Sin embargo, respondí.
-Mira, Julia; cada hogar es un universo; desde fuera nos puede parecer que los demás viven en una nube pero en su interior existen tantos o más problemas de los que podamos tener nosotros- me sentí asquerosamente hipócrita.
-Me da lo mismo. No quiero que mamá siga maltratándote.
-No me maltrata… es sólo que se pone algo nerviosa y yo soy su válvula de escape. Trabajamos muchas horas y acumulamos tensiones: ya ves que no tenemos demasiado tiempo libre y coincidimos muy poco… tampoco a tí te dedicamos lo necesario.
-Pero ella a mí no me alza la voz ni me insulta…
-Claro que no! Julia, tu madre te quiere muchísimo. Jamás se atrevería a hacerte daño.
-Pues si te lo hace a tí es como si me lo hiciera a mí misma; eres mi padre- su elocuencia me dejó desarmado. Abrí los brazos y se acurrucó entre ellos. Lloró largo rato…
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