-Era un niño, Jorge...- me miraba de reojo, sin girar la cara y veía una lágrima que quería resbalar por su sien. En parte por su rabia a lo no-esperado y también por dejarlo en una incógnita, no habíamos querido saber el sexo de la criatura. Sonreí tristemente.
-Laura... son cosas que deben suceder y ya está. Con el tiempo te sentirás mejor, ya verás.
-Yo no lo deseaba... y por eso ha muerto. He empezado a perder líquido. Han dicho que se le ha detenido el corazón: demasiado esfuerzo; tenía el cordón umbilical atado al cuello; no hubiera podido bajar. Era muy grande... iba a ser un hombre alto: como tú- también sonrió y se puso a llorar. La abracé.
-No digas éso: nadie tiene la culpa. Es cierto que fue algo inesperado para nosotros pero en realidad lo queríamos- hablaba, básicamente por mí.
-¿Qué le diremos a Julia? Estaba encantada con la llegada de un hermanito- clavó la mirada en la pared blanca de la fría y vacía sala hospitalaria.
-No lo sé... déjamelo a mí, ya me las apañaré. Ahora lo que debes hacer es descansar, preciosa: tu cuerpo también ha sufrido una pérdida repentina.
-Sí...- cerró los ojos y se perdió en sus sueños extraños.
Al cabo de nueve días ya se paseaba por el Agora a cuarenta grados de fiebre y con el convencimiento de que todo iba bien. Yo, mientras tanto, sufría como un condenado en el ala norte por si me avisaban de un desmayo o crisis nerviosa y llevaba el móvil pegado al culo. Lógicamente, ni se me ocurrió discutirle el que se quedara en casa a reposar durante al menos una semana más: no era solamente por el aborto y sus consecuencias físicas, sino más bien por su estado psíquico que, si ya resultaba complejo de por sí, todavía se agravaba considerablemente con la situación y no creía que el tratar a gente problemática pudiera, precisamente, ayudarla.
Por mi parte, miré de explicarle a mi hija lo sucedido. A sus seis años ya demostraba una capacidad de recepción, increíble; es cierto que los niños que viven conflictos familiares, se ven obligados a madurar antes que otros que viven en condiciones estables. Julia, como vengo afirmando en algunos de mis comentarios, recibe mucho amor de los suyos; no ya de sus padres, también de sus abuelos y de sus tíos maternos cuando están en el país ( yo soy hijo único ) pero nada ha podido impedir su frustración y su impotencia.
El mismo día que volvimos del hospital, me pasé por casa de mi madre a recogerla, después de dejar a Laura durmiendo bajo el efecto de un sedante. Cuando se despidió de su abuela y subió al coche, la besé en la frente:
-¿Cómo está la niña más guapa del pueblo?
-Bien- meditó un rato antes de preguntar- ¿Y mamá?
-En casa… descansando.
-¿Qué ha pasado? ¿por qué no ha estado en casa estos días? ¿no se encontraba bien?
-No, Julia…- pensé en cómo debía contarle lo sucedido sin ser demasiado riguroso y mirando de ponerme a su nivel- Verás: mamá ya no lleva a su niño en el vientre.
-¿Ya ha nacido?- se le iluminó la cara y yo pensé: “bien, Jorge: estupendo”
-Bueno… no exactamente.
-Papá, no lo entiendo- frunció el entrecejo y meneó la cabeza, confusa. Realmente era patético que, justo cuanto más necesitaba el don de palabra, no me salieran más que vocablos de deficiente.
-Cómo te diría…- apoyé el brazo sobre su respaldo y me giré directamente hacia ella- Tu hermanito se ha tenido que ir al cielo de los bebés.
-¿Se ha muerto?- yo mismo noté la cara de imbécil que se me quedaba en cuanto Julia pronunció estas palabras. ¿Es que en el colegio ya le enseñaban el significado de la muerte? ¿dónde estaban el cielo y las cigüeñas y todo aquello de antaño?. Me di cuenta de lo mal que estaba y del poco contacto que mantenía con mi propia hija. Sentí pena de mí mismo.
-Sí, cariño. Ha fallecido- ahora ya pasaba a la faceta de hablarle a una niña-adulta. Era lo que mejor se me daba- Y tu madre debe reposar porque no se encuentra demasiado bien ¿entiendes?- la besé de nuevo. Ella me miró con sus ojitos apenados.
-¿Y por qué se ha muerto? Yo quería que viviese con nosotros: ¿es porque mamá no se porta bien?- Una jarra de agua fría cayó sobre mi cabeza. Definitivamente, no estaba preparado para conversar con una chiquilla de seis años demasiado lista como para sortear sus preguntas.
-Mamá no se ha portado mal; es sólo que a veces estas cosas pasan y ya está. La muerte no tiene explicación; viene y no puede evitarse. Tu hermanito tenía débil el corazón y no ha podido aguantar tanto esfuerzo en la barriguita de tu madre.
Parecía conformarse con esta simple respuesta cuando de pronto dijo:
-Pero si tú eres médico y curas el corazón de la gente: ¿Por qué no has podido curar el suyo también?- otra expresión de idiota en mi rostro. Esta vez, no respondí. Se quedó muy seria y miró por la ventana con aire perdido. Le acaricié el cabello claro y fino y ella se dejó hacer. No derramó ni una lágrima.
Al llegar a casa, subió a toda prisa las escaleras, se plantó delante de nuestra habitación y observó a Laura dormir. Me puse tras ella y coloqué mis manos en sus menudos hombros. Sigilosamente, se acercó hasta la cama y besó a su madre. Cuando volvió a acercarse a mí, pronunció con su vocecilla infantil:
-Me da pena porque ahora mamá sufrirá mucho más… y también te hará sufrir a tí- la miré callado. Era más lúcida que toda la familia junta.
La tarde siguiente al regreso de Laura, nos visitaron mis suegros. Al abrir la puerta, apareció Matilde con su típica mueca lastimera: me dio dos besos. Detrás de ella, Ernesto mostraba aquella pose suya que tan bien conocía a aquellas alturas; propia en la mayor parte de los hombres cuando estamos alterados y aparentamos que nada nos afecta. Bueno, qué decir a parte de que es nuestra actitud tan masculina.
Me miró con sus pequeños ojos vidriosos y enrojecidos, evidentemente por la abundante bebida que debía ingerir cada día.
-¿Qué tal, muchacho? ¿cómo lo llevas?- me dio una palmada en la espalda.
-Lo llevo, que ya es suficiente.
El hombre sonrió ligeramente, afirmando. Matilde había entrado en el comedor y besaba a Julia. Nos quedamos en la entrada Ernesto y yo. Disminuyendo el tono de voz, preguntó preocupado:
-¿Y Laura? ¿cómo está ella?
-No lo ha encajado bien. Se siente culpable, ya sabes.
-Claro… claro- lo decía muy serio, mirando hacia la puerta del salón- Pero debe entender que no es responsable del aborto. Que no desearais este niño tanto como a Julia en su momento, no significa que lo fuerais a rechazar. De hecho, si hubierais querido, podría haber interrumpido el embarazo sin ningún tipo de miramientos.
-Lo sé pero ella no atiende a razones: ya la conoces; es tremendamente tozuda y le cuesta ver la realidad. Prefiere castigarse sin motivo- Desde luego, tanto Ernesto como Matilde conocían bien el carácter arduo de su hija pero, indudablemente, no las facetas más agresivas y oscuras de su temperamento.
Nos acercamos hasta el comedor y nos unimos a Matilde y a mi hija. Les ofrecí unas bebidas y cuando me dirigía a la cocina en su busca, Laura bajaba las escaleras. Parecía un espectro con la faz tan blanca y los cabellos enmarañados y mates. Llevaba una bata rosa hasta los tobillos.
-Hola, guapa ¿cómo te encuentras? ¿has podido dormir un rato?
-Sí…- se puso los dedos en las sienes- me duele la cabeza, terriblemente.
-Ves al comedor; han venido tus padres. Ahora te llevo una aspirina.
Volví a la sala con dos coca-colas, un zumo para Julia y un vasito de agua con el analgésico efervescente. Laura estaba sentada en la butaca con la mirada sombría. Delante de ella, sus padres la escrutaban con disimulo en tanto que Julia hablaba incansablemente acerca del caballo “Trote” que le habían regalado para su cumpleaños a Andrea, una niña de su clase.
-Abuelo ¿me comprarás uno a mí? Yo también quiero un caballo. Dice Andrea que el suyo es marrón oscuro y que tiene el pelo muy brillante.
-Bueno, pequeña; eso le tendrás que preguntar a tus padres. Un animal así necesita muchas atenciones, cuidados y mimos- Ernesto acariciaba a Julia tiernamente pero la mirada estaba fija en su hija.
-Prometo que se los daré- me miró a mí, suplicante- Papá, di que sí!
-Ya hablaremos de ello en otro momento ¿de acuerdo?- como siempre ha sido habitual en su naturaleza conformista, igual que la mía, no insistió más.
Matilde, por su parte, observaba la escena como si se tratara de un espectador al margen de las vivencias de los demás que, a fin de cuentas eran las suyas. Con los años, ha llegado a indigestárseme esa parsimonia y falta de carisma que, más bien, rozan el autismo.
dijous, 12 d’abril del 2012
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